«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en cuatro continentes, ocho países y seis idiomas distintos, y presta servicio como mentor ético. Ha publicado diez ensayos, entre ellos 'Ética para valientes. El honor en nuestros días' (2022) y 'El dilema de Neo' (2024); 'El bien es universal' (2025) es su último libro. También ha traducido más de cincuenta obras, de Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini, Thibon, MacIntyre y Chesterton, entre otros. Más información es davidcerda.es
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en cuatro continentes, ocho países y seis idiomas distintos, y presta servicio como mentor ético. Ha publicado diez ensayos, entre ellos 'Ética para valientes. El honor en nuestros días' (2022) y 'El dilema de Neo' (2024); 'El bien es universal' (2025) es su último libro. También ha traducido más de cincuenta obras, de Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini, Thibon, MacIntyre y Chesterton, entre otros. Más información es davidcerda.es

Un plan familiar contra la decadencia

17 de abril de 2025

«La decadencia es la incapacidad de una cultura o sociedad para renovarse, para adaptarse a los cambios», dice Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, «es el proceso por el cual una civilización pierde su vitalidad, su ética y sus principios fundamentales», añade en La decadencia de Occidente Oswald Spengler. Ambos vivieron una época decadente que acabó con el colapso homicida de la Segunda Guerra Mundial: sabían a qué se referían. Es tiempo de que nos miremos en ese espejo y nos tentemos la ropa, porque nosotros estamos sin duda en una similar tesitura.

Me parece innegable la decadencia de nuestra época. Cierto que no pasamos por las penurias materiales de hace un siglo, y que la segunda mitad del siglo XX fue el relato de innumerables avances y sustanciales mejoras. Pero el proceso de prosperidad se ha detenido, padecemos una enfermedad del crecimiento llamada posmodernidad y los signos culturales, éticos y vitales del decaimiento están a la vista de todos. A pesar del oropel tecnológico, de internet y las demás comodidades, basta mirar al Congreso o a la ONU, la desvergüenza política en clave nacional o global, basta encender el televisor o darse una vuelta por nuestros muchos ciberdescampados para constatar que ese decaer acelera de manera inquietante.

Ante esto caben dos posibilidades. La primera, cruzar los dedos y esperar que las élites hagan su trabajo. Es una pretensión naif, a todas luces, porque si algo decae con fuerza son precisamente esas élites; y además es un acto de pasividad desesperado. La segunda, que me parece más noble, es procurar un resurgir en nuestras inmediaciones, luchar en nuestro barrio, nuestro lugar de trabajo y nuestra familia para detener, en la medida de lo posible, el avance de las sombras. Me concentraré aquí en esto último, nuestras familias, y adoptaré la perspectiva de quienes lideran allí, los padres, siguiendo el razonamiento del poema Recursos de la gran Ida Vitale: «Como no estás a salvo de nada, intenta tú mismo ser la salvación de algo».

Propongo entonces un plan con cinco puntos que atañen a la educación, la tecnología, la ética, la belleza y el amor. Un plan cuyos beneficiarios serán nuestros hijos.

Empecemos por la educación. Hacer homeschooling es un infierno administrativo al que sólo unos pocos se arriesgan, pero sí que podemos completar lo eminentemente carencial que los niños reciben en la escuela. La principal vía es la del ejemplo: mostrar con nuestros gustos y acciones que cultivarse, más que un derecho, es un deber, y además gozoso; en casa debe hablarse de ciencia, humanidades y arte, se nos tiene que ver leer y poner por delante de Montoya a Billy Wilder. No hablamos de montar una versión hogareña de La clave, sino de ser curiosos y parlanchines. Nuestro recurso a las plataformas debería ser el mínimo imprescindible; no hace falta ponerse estupendos, y nadie destruye sus arterias por tomar un bollycao de vez en cuando; pero la dieta intelectual y sentimental en casa ha de ser saludable.

Segundo embate familiar contra la decadencia: un uso crítico de los dispositivos móviles. No pueden sentarse a la mesa a comer con nosotros, tienen que ocupar el espacio de los objetos relativamente superfluos y no deben mediatizar nuestras conversaciones. La tecnología está muy bien, plasma en bienestar los avances de la ciencia y consiguen que nuestra vida sea más amable. Pero no es de buen tono que se nos caiga la baba con cada cacharro o virtualidad que se nos plante delante. Incluso un suave desprecio de la novedad ayuda a comunicar el valor inmenso de lo rico y humano, de lo que no puede artificializarse.

En tercer lugar, la ética. Es harto improbable que se la vayan a encontrar en cantidad suficiente en los planes educativos, no digamos en la ciberesfera. Claro que nuestro ejemplo es fundamental, y los principios se maman en casa; pero con un mínimo de razonamiento moral hay que equipar a los hijos para contraprogramar la decadencia. Tenemos que asegurarnos de que un hijo nuestro sabe explicar por qué la ablación está mal. Si su respuesta es «porque me lo habéis enseñado», no hemos hecho nuestro trabajo; han de poder conjugar términos como dignidad, libertad e igualdad, y entender la sacrosantidad de una persona por encima de lo que dicte su tribu. Tenemos que conseguir, además, que estén dispuestos a defender estas verdades morales ante sus iguales ahí afuera.

En cuarto lugar, tenemos que conseguir un hogar en el que la belleza tenga voz y voto. Hemos de poder extender la idea de que lo bello empieza por lo cotidiano. Lo expone Scruton en Filosofía verde: «Consideremos lo que ocurre cuando ponen os la mesa. No es sólo un evento pragmático. De hecho, si lo concebimos así, el ritual se desintegrará progresivamente y los miembros de la familia terminarán cogiendo porciones individuales de comida para ingerirlas por su cuenta». La vulgaridad es esto, amigo: no cuidarse por vivir de espaldas a lo hermoso inmediato. «Ponemos la mesa de acuerdo con normas de simetría, eligiendo los platos, la cubertería, las jarras y los vasos adecuados» —sigue Scruton— «Todo se rige por normas estéticas que, libremente obedecidas y alteradas, expresan algo del sentido de la vida familiar». Es un mandamiento de cuidado, antes que de tradicional disciplina, el que se aprende en cuanto a esto, que importa más estéticamente que visitar el Museo del Prado.

Por último, el amor y la familia. La cantidad de mensajes erróneos a los que se somete a nuestros hijos a este respecto es atosigante. Esto lo contrarrestamos en casa enseñándoles el patrón fundamental, que es el amor de sus padres, imperfecto, tensionado, pero imbatible. Más allá de eso, cada hogar debería ser un núcleo de la resistencia amorosa al la desesperación posmoderna, que, de la mano del mercado, repite sin cesar que la vida libre es la vida desvinculada. Si logramos que entiendan que lo que sigue a no depender de nadie no es la libertad, sino la solitaria insignificancia, los habremos armado para un risorgimento que reúna las piezas de su mundo y el nuestro, preparándolos para la siguiente batalla, porque Sauron nunca descansa.

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