Hubo una vez un ministro de Universidades que afirmó que el aprendizaje memorístico ya no era necesario porque todo está en Internet. Como vivimos tiempos delicuescentes, la ocurrencia no acarreó el cese instantáneo de su autor, sino que nos deparó el regalo de una instructiva polémica en el trascurso de la cual a los disconformes con las palabras del entonces ministro se nos hizo la caridad de abrirnos los ojos acerca de nuestra condición arcaica. A fin de cuentas, el rumbo pedagógico apuntado por aquel señor es idéntico al que desde hace ya tiempo vienen imponiendo los comités de luminarias que perpetran las sucesivas leyes educativas, y cuyo resultado último consiste en la gestación de mentes lo bastante desamuebladas como para poder plantar en ellas la semillita del nuevo orden.
Recuerdo que al escuchar aquellas declaraciones me vinieron a la cabeza unas palabras de Marta D. Riezu: «El infierno es un lugar donde todo es moderno, atractivo, fácil y entretenido». Es decir, el mundo que te queda cuando al ideal de perfeccionamiento procedente de la tradición clásica lo despojas de sus galas originales y lo vistes con los saldos que te proporciona la socialdemocracia posmoderna. Toma cuerpo entonces una fantasía de vida muelle y subsidiada, un poco narcótica, y expurgada de las incómodas aristas que produce el exceso de pensamiento. Es un mundo sumido en una inmadurez perpetua, sin exigencias de superación, anestesiado por una placidez amniótica y en el que se adula al individuo para que crea que tiene derecho a todo y que todo se consigue sin esfuerzo.
Para que tal proyecto triunfe se requiere la previa deforestación cultural de la sociedad a la que se dirige. De ahí el menosprecio de la memoria que el entonces ministro acertó a sintetizar en el dardo de su frase. Una frase, por cierto, que en su engañosa simplicidad condensa el espíritu de deconstrucción que se ha enseñoreado de Occidente y que, bajo una retórica de modernidad, entretenimiento y apertura, implica una degradación general de las formas de convivencia y un dramático empobrecimiento de todas las expectativas vitales.
Desde luego, el término cultura es demasiado amplio como para asimilarlo a los términos propios de un acervo de información memorizada, pero sin ese bagaje de saberes no existe una base sobre la que edificar nada. Si una sociedad no se ensambla mediante referencias comunes que han ido decantándose en el transcurso de los tiempos y han sido transmitidas, entre otros medios, a través del cultivo de la memoria, se convierte en un conglomerado de individuos huecos y volátiles a los que el poder maneja a su antojo.
Así pues, estar en posesión de una cultura propia tiene para cualquier sociedad una repercusión cuyo significado trasciende la media del conjunto de los conocimientos que atesoran sus ciudadanos. Al proporcionarles un sentimiento de arraigo, actúa como la argamasa con que se consolidan sus vínculos. Los provee de una identidad concreta, no cerrada ni excluyente, pero indispensable a la hora de delimitar un entorno mínimamente homogéneo desde el que afrontar desafíos comunes. Los hace más resistentes a las deformaciones de la propaganda y menos propensos a caer en las simplificaciones de la ideología. Abre espacios para el disfrute de la vida que se elevan por encima del desolador horizonte de un consumismo sin tasa. Y, en último término, refuerza la autoestima que toda nación necesita para superar, en un clima de concordia y ayuda mutua, las pruebas inevitables a las que siempre habrá de someterla la historia.
Los últimos años nos han traído la pérdida de nuestra soberanía económica por culpa de una gestión cuasi delictiva que ha arrojado sobre nuestras espaldas la losa de un endeudamiento elefantiásico. Además, hemos cedido buena parte de nuestra autonomía política al aceptar que muchas de las resoluciones que nos conciernen queden en manos de una altiva élite tecnocrática aficionada a adoptar decisiones sin tomarse la molestia de consultar cuál es la voluntad de la mayoría. El último estadio de este deslizamiento por una pendiente que nos aboca a la completa insignificancia cívica, a la descolorida condición de súbditos que han de limitarse a trabajar, consumir y pagar disciplinadamente sus impuestos, es la pérdida de nuestra identidad cultural. Cuando finalmente dicha pérdida acontezca, será una rendición en toda regla. Pero se producirá, preveo, sin grandes manifestaciones de quebranto. Porque a las víctimas de ese expolio los artífices del engaño ya les tienen preparada la fórmula que camuflará la vergüenza de su responsabilidad bajo una aureola de cosmopolitismo y progreso. Ciudadanos del mundo, los llamarán. Es decir, habitantes de ninguna parte.