«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.

Una nueva ciencia: la suicidología

4 de julio de 2022

Uno de los síntomas clásicos de la locura es el de creer que todos los demás se han vuelto locos o lo estaban ya. Estoy seriamente preocupado, aunque no tanto como para acudir a un psiquiatra y, menos aún, a un psicólogo o un psicoanalista, porque tal es mi caso. Miro a mi alrededor, escucho lo que mis semejantes dicen, leo lo que algunos de ellos escriben, observo su conducta, y llego, en efecto, a la halagadora conclusión de que yo soy, junto a media docena de personas más, el único bípedo implume que aún no ha perdido la cabeza. Será, supongo, cuestión de tiempo. Todo se andará. Déjense de retrovirus y de viruelas del mono. El deterioro cognitivo es la verdadera pandemia de unánime alcance universal.

Si voy a un psiquiatra, dirá que todo es por culpa del estrés y me recetará pastillas de ésas que ralentizan la actividad mental, achatan los lóbulos del cerebro, convierten las neuronas en albóndigas de carne de hidrocarburos para veganos, crean adicción y aceleran la metamorfosis de los seres antaño humanos en cuadrúpedos semovientes. 

Si voy a un psicólogo, me endilgará uno de esos insulsos parrafillos de libros de autoayuda que acaparan el mercado editorial y embaucan con su hueca palabrería a los tontos que los leen. Perdónenme que los califique de ese modo. A nadie quiero ofender. Me limito a describir y, de paso, a ponerlos en guardia para que no tiren su dinero comprando ese tipo de libros que son cáscaras de nuez, pero sin nuez.

¿Van a meterse los poderes públicos de nuestra coprocracia en el supremo y acaso único acto de libertad completa que todo hombre tiene a su alcance?

Y si voy a un psicoanalista, pagaré cien euros, como poco, por tumbarme en un sofá cerca de él, hablar al tuntún durante media horita mientras él (o, más bien, ella, que probablemente será argentina) mira al vacío y esboza de tarde en tarde unos garabatos en su bloc de notas hasta llegar a la conclusión de que en el historial de mi psique repican, agazapados, un sinfín de traumas infantiles de los que debería cobrar conciencia para recuperar la cordura. 

¡Ah! ¡Caramba! Ahora recuerdo que un compañero de clase me dio un empujón cuando tenía seis o siete añitos mientras jugábamos al fútbol en el patio del colegio. Cosas así dejan marcado de por vida al arrapiezo que las sufrió. 

Disculpen la arremetida. Es fruto del estupor que hace un rato se adueñó de mí al leer en un periódico de ámbito nacional que el suicidio, en España. según el Presidente de la Sociedad de Suicidología, «debería ser una cuestión de Estado». Quien lo afirma es un tal Andoni Ansean, psicólogo (¡faltaría más!) y asesor del Ministerio de Sanidad. ¿Hasta en eso, que Albert Camus consideraba el supremo y acaso único acto de libertad completa que todo hombre tiene a su alcance, van a meterse los poderes públicos de nuestra coprocracia después de haberse metido en nuestros bolsillos, en nuestras camas, en nuestra movilidad, en nuestra historia, en nuestras tumbas, en nuestras escuelas, en nuestra libertad de expresión, en la de opinión, en nuestra emociones y en todas las instituciones que garantizaban nuestros derechos civiles?

Pese a todo lo que derredor sucede, no tengo ni la más mínima intención de suicidarme

No menos asombroso es que exista una Sociedad de Suicidología. Está visto que, como sentenciaba El Gallo a propósito de los filósofos y de don José Ortega y Gasset, «hay gente pa’ to’».

Ya termino, aunque no sin aclarar que, pese a todo lo que derredor sucede, no tengo ni la más mínima intención de suicidarme… ¿Cómo voy a tenerla si mi filosofía, con permiso de El Gallo, se ciñe al sacrosanto principio presocrático de que nada importa nada

Añade el periódico en cuestión que en España hay nada menos que ochocientas mil tentativas de suicidio al año. Muchas me parecen, pero estoy seguro de que disminuirían si cayese el Gobierno y su presidente tomase las de Villadiego. 

Considérelo, señor Andean. Asesore a su ministra. Haga algo, por favor.  

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