Los hombres no podemos juzgar intenciones ajenas; para eso está Dios. Hemos de conformarnos con escrutar los hechos, las acciones. Y en el pontificado de Francisco, casi desde el mismo día en que ocupó por primera vez la silla de Pedro, ha habido un sinfín de palabras, actitudes y comportamientos que, sin entrar a especular los motivos, le alejan de la estela dejada por sus dos antecesores, Juan Pablo II y Benedicto XVI, justo cuando el mundo más necesitaba una continuidad.
No, por supuesto que Francisco no ha ido contra la Doctrina de la Iglesia —aunque a veces se quedase cerca—, ni podemos decir que su papado haya supuesto una quiebra de las certezas que cualquier católico de misa dominical puede tener respecto a su Fe. Y sin embargo, es inevitable la sensación, muy generalizada, de que el paso de Bergoglio por la Santa Sede ha sido la crónica de una gran oportunidad perdida.
La vida de un Papa
El primer Papa americano de la historia, el jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio, era arzobispo de Buenos Aires en el momento de su elección en el cónclave que siguió a la renuncia de Benedicto XVI. Nació el 17 de diciembre de 1936, hijo de emigrantes piamonteses: su padre, Mario, era contador, empleado en ferrocarril, mientras que su madre, Regina Sivori, se ocupaba de la casa y de la educación de los cinco hijos de la familia.
Según vemos en su biografía oficial, tras diplomarse como técnico químico, eligió luego el camino del sacerdocio, entrando en el seminario diocesano de Villa Devoto. Su entrada en la Compañía de Jesús se produjo el 11 de marzo de 1958, licenciándose posteriormente en filosofía en el Colegio San José, de San Miguel. Fue profesor de literatura y psicología, y durante tres años estudió teología en el Colegio San José, obteniendo la licenciatura.
Se ordenó sacerdote el 13 de diciembre de 1969, y de 1970 a 1971 continuó su preparación como jesuita en Alcalá de Henares (España), emitiendo la profesión perpetua en 1973. El 31 de julio de ese año fue elegido provincial de los jesuitas de Argentina, tarea que desempeñó durante seis años.
En marzo de 1986 se traslada a Alemania para ultimar su tesis doctoral, hasta que el 20 de mayo de 1992, el entonces Papa Juan Pablo II le nombra obispo titular de Auca y auxiliar de Buenos Aires. El 27 de junio recibe en la catedral la ordenación episcopal de manos del purpurado. Como lema elige Miserando atque eligendo y en el escudo incluye el cristograma IHS, símbolo de la Compañía de Jesús.
Su carrera episcopal da un salto de gigante el 3 de junio de 1997, cuando fue promovido como arzobispo coadjutor de Buenos Aires, y un año después es nombrado arzobispo primado de Argentina. Tres años después, en el Consistorio del 21 de febrero de 2001, Juan Pablo II le crea cardenal, asignándole el título de san Roberto Bellarmino.
En abril de 2005 participa en el cónclave en el que es elegido pontífice Benedicto XVI. Hasta el inicio de la sede vacante, por la renuncia de Ratzinger, era miembro de las Congregaciones para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, para el clero, para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica; del Consejo pontificio para la familia y de la Comisión pontificia para América Latina.
Entre el 13 y el 19 de marzo de 2013, Bergoglio es elegido Papa durante el cónclave celebrado en Roma, convirtiéndose en el 266º pontífice de la Iglesia Católica, adoptando el nombre de Francisco.
Desconcierto en un mundo sin brújula moral
Desde sus primeras homilías e intervenciones públicas, Francisco dejó entrever que la batalla por la defensa de los principios y valores que venía proponiendo la Iglesia Católica, como respuesta a la «dictadura de relativismo» de la que advirtió Benedicto XVI y que afecta a todo Occidente, no estaba en sus prioridades. El Papa argentino acudió siempre en busca de los alejados de la Fe, simplificando las grandes verdades teológicas, en ocasiones con riesgo de caer en el simplismo, y otras generando polémicas en los medios de comunicación que eran evitables.
El desconcierto, quizá lo más antagónico que puede haber al papel que siempre ha tenido la Iglesia Católica como garante de la Verdad que es Cristo, ha provenido casi siempre de situaciones no estrictamente heréticas, pero sí discutibles desde el punto de vista formal. Por ejemplo, la presencia de la Pachamama, el gran símbolo de los indígenas amazónicos que participaron en el Sínodo de la Amazonía, en la Basílica de San Pedro, generó multitud de críticas hacia Francisco.
De fondo, una preocupación por el medio ambiente que parecía sobrepasar los límites que ha establecido tradicionalmente la Doctrina de la Iglesia, para adentrarse de lleno en el lenguaje utilizado por las agendas climáticas globalistas. De hecho, en su segunda encíclica titulada Laudato si, sobre «el cuidado de la casa común», se hacen afirmaciones como «hay un consenso científico muy consistente que indica que nos encontramos ante un preocupante calentamiento del sistema climático», algo que, desde luego, podemos calificar como de afirmación demasiado atrevida. O también, en esa misma encíclica, «el cambio climático es un problema global con graves dimensiones ambientales, sociales, económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de los principales desafíos actuales para la humanidad». Casi indistinguible de lo que plantean los promotores del Pacto Verde europeo o de la Agenda 2030.
Sobre el complejo fenómeno de la inmigración, al que se refiere en su encíclica Fratelli tutti, Francisco pareció olvidar el derecho que tienen las naciones a proteger sus fronteras ante fenómenos masivos de inmigración ilegal promovidos por mafias y gobiernos criminales. En cambio, sí afirmó categóricamente que «los fenómenos migratorios suscitan alarma y miedo, a menudo fomentados y explotados con fines políticos. Se difunde así una mentalidad xenófoba, de gente cerrada y replegada sobre sí misma». Y añadía que «el problema es cuando esas dudas y esos miedos condicionan nuestra forma de pensar y de actuar hasta el punto de convertirnos en seres intolerantes, cerrados y quizás, sin darnos cuenta, incluso racistas».
Tampoco pareció muy clara una declaración realizada por el pontífice en Singapur, durante la visita realizada en septiembre de 2024, cuando afirmó que «todas las religiones son un camino para llegar a Dios». Y añadió: «Son, haré una comparación, como diferentes lenguas o diferentes idiomas para llegar allí. Pero Dios es Dios para todos. Pero, “mi Dios es más importante que el tuyo”, ¿es cierto eso?». Pareciera que faltase añadir que sólo la Iglesia Católica posee el mensaje completo de la Revelación; de hecho, Cristo afirmó que «nadie viene al Padre sino por mí» (Jn. 14:6) También el Catecismo nos recuerda que «es Cristo nuestro Señor en quien alcanza su plenitud toda la Revelación de Dios», y por eso «es preciso, pues, que Cristo sea anunciado a todos los pueblos y a todos los hombres y que así la Revelación llegue hasta los confines del mundo».
Las grandes polémicas: el Sínodo de la Sinodalidad y ‘Fiducia Supplicans‘
Entre los años 2021 y 2024, dividido en dos fases distintas, el llamado Sínodo de la Sinodalidad fue convocado por Francisco con el fin de avanzar en la renovación eclesial, implementar la inclusión de los laicos y definir cómo mejorar la transparencia dentro de la Iglesia, entre otros objetivos. Sin embargo, el punto que hacía referencia a «la posibilidad de explorar el acceso de las mujeres al diaconado» no fue aprobado finalmente, a pesar de que los obispos liberales alemanes habían hecho de ello su principal demanda hacia el Papa.
Esas reformas que se pedían para ser aceptadas por Roma incluían también la exigencia de que grupos de fieles laicos fueran quienes «controlasen» y supervisasen el contenido de las homilías que pronuncian los sacerdotes en la misa dominical. De hecho, el cardenal progresista Reinhard Marx, arzobispo de Munich y presidente de la Conferencia Episcopal alemana, cuestionó en 2019 la posibilidad de que los laicos puedan decir la homilía durante la misa, y no solamente el sacerdote; algo que va claramente contra el Código de Derecho Canónico de la Iglesia Católica. Que Francisco se negase a dar esos pasos no parece que vaya impedir a muchas diócesis abordar ese proceso «democratizador» de la Iglesia.
Pero, sin duda, el documento Fiducia Supplicans, encargado al entonces nuevo prefecto para la Doctrina de la Fe, el controvertido cardenal argentino José Manuel Tucho Fernández, y publicado en diciembre de 2023, ha sido probablemente el que mayor rechazo ha encontrado de todos cuantos han visto la luz durante el papado de Francisco. Un documento que, entre otras cosas, proponía «abrir una nueva etapa» en el tema de la bendición de las parejas homosexuales por parte de la Iglesia.
El texto fue rechazado de manera especialmente unánime en África, donde prácticamente todos sus obispos se negaron a aceptar el contenido del documento, y reiterando la doctrina tradicional al respecto de las bendiciones: sí a las personas, no a las uniones fuera del matrimonio sacramental entre hombre y mujer. El cardenal guineano Robert Sarah (exprefecto para el Dicasterio del Culto Divino), se refirió a «Fiducia supplicans» como «una herejía que socava gravemente a la Iglesia».
La polvareda y la enorme polémica provocada por el documento hizo que se multiplicasen los comentarios y preguntas de miles de católicos sobre la conveniencia de tener un perfil como el de Tucho Fernández, autor de libros muy controvertidos como El arte de besar, en un puesto tan sensible como el Dicasterio para la Doctrina de la Fe.
Algo positivo
Los defensores del pontificado de Francisco destacan que el Papa argentino atajó con relativo éxito la sangría de casos de presunta pederastia dentro de la Iglesia, después de varios años en los que parecía perderse el control al respecto. Con algunos casos especialmente dolorosos, como el del cardenal australiano George Pell, que pasó por el calvario de la cárcel durante más de un año, siendo inocente, al haber sido acusado de encubrir casos de abuso sexual. Fue finalmente absuelto por el Tribunal Supremo de Australia, y falleció en Roma en enero de 2023.
En junio de 2021, Francisco decidió incluir el delito de pederastia en el Código de Derecho Canónico, y dos años antes, en 2019, había ordenado eliminar el secreto pontificio en los casos de abusos a menores por parte de miembros del clero, atendiendo así una de las reivindicaciones hechas por distintas asociaciones de familiares de víctimas de la pederastia.
También se destaca de estos doce años de papado el intento permanente de ahondar en el ecumenismo, tendiendo puentes con otras religiones, además de su mirada constante hacia los «descartados» de la sociedad: ancianos, pobres, enfermos, inmigrantes, etc. Su petición a los sacerdotes que tratasen de tener siempre «olor a oveja» (aludiendo al «buen pastor, que da la vida por sus ovejas») se ha convertido en uno de los símbolos de su pontificado, además de la expresión «estar en salida» como sinónimo de «la Iglesia misionera».
Lo cierto es que hace apenas un año se hizo pública la cifra actualizada de católicos bautizados en el mundo: 1.390 millones de personas, según el Anuario Pontificio 2024. Sin embargo, las vocaciones sacerdotales siguen en crisis desde hace años, y especialmente la situación es crítica en Europa, donde, desde 2008, el descenso no parece detenerse: en 2021-2022, el número de seminaristas disminuyó un 6%.
Curiosamente, la Iglesia católica parece renacer en aquellos lugares que más se opusieron a Fiducia supplicans (África, sobre todo) y que menos aprueban los «experimentos» doctrinales. En cambio, el catolicismo se hunde en aquellos lugares donde la jerarquía parece más preocupada por cambiar estructuras presuntamente anticuadas que por predicar el Evangelio en su toda su radicalidad.