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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Tom Wolfe, ese maravilloso blanco reaccionario

El periodista y escritor Tom Wolfe, fallecido en Nueva York el 15 de mayo de 2018 | EFE

Al llegar el momento de poner en orden sus apuntes no encontró la manera de hilvanarlos: “Lo siento -decía el telegrama enviado a su revista- pero no lo puedo escribir”.

Soñaba con ser jugador de béisbol. Y parece que no le atizaba mal. Juraba que hubiese tirado la pluma a la papelera si llega a conseguir un contrato, aunque fuese de tercera división. Las lesiones lo hicieron imposible, pero a pesar del fracaso deportivo no abandonó otros sueños infantiles, como “el convencimiento de que iba a hacer algo grande, que es lo mejor que le puede ocurrir a un niño.”
Heredero de dos siglos de aristocracia sureña, Tom Wolfe (Richmond, Virginia, 1931- Nueva York 15 de mayo de 2018) es una buena mezcla entre Rhett Butler y el padre de Scarlett O´Hara: ácido -casi cínico- para describir la realidad, sin embargo conservaba los bellos planteamientos reaccionarios de un caballero del sur. Con esa estampa llegó a Nueva York después de doctorarse en Yale. No tardó en hacerse hueco en cabeceras importantes como el Whasington Post o la revista Esquire, y desde entonces adoptó un traje blanco como uniforme literario, algo que, según él mismo: “por mucho tiempo me sirvió como sustituto de una personalidad”.
Su traje, su personalidad, o lo que sea, son admirados y odiados más o menos a partes iguales desde 1970. En aquella fecha Leonard Bernstein reunió en su lujoso apartamento de Park Avenue a la crema de la intelectualidad progresista de la época, millonarios y famosos, ansiosos todos de compartir esa obsesión de la izquierda por aliviar su conciencia apoyando causas revolucionarias. Para ello Bernstein y señora invitaron a la reunión a un par de representantes de los panteras negras, una organización inspirada en Malcom X y de corte filoterrorista. Como testigos de su gran preocupación social y política, los Bernstein también invitaron a dos periodistas, uno de ellos era Tom Wolfe, el único error en el programa de una velada perfecta. Porque Wolfe no consideró noticia el contenido de la tertulia, ni el esfuerzo por teñirse de reivindicativa. Al contrario, en su artículo titulado Radical Chic (la izquierda exquisita), se dedicó a diseccionar el corazón, la mente y los canapés del progresismo demócrata, lo emocionada que estaba una señora “por conocer a su primer pantera negra”, o como los Bernstein no tenían gente de color a su servicio “para no ofender a los activistas invitados”. Mientras, la dueña de la casa recomendaba a sus amigas las mucamas sudamericanas como sirvientas.
Esta descarnada visión de la izquierda (y del modelo social que de ella resulta) protagonizan también buena parte de sus anteriores novelas, como La hoguera de las vanidades, Todo un hombre o Yo soy Charlotte Simmons. En todos esos títulos se retrata la degradación moral de las élites progres, financieras, políticas y universitarias, siempre utilizando el humor como disolvente, y resistiendo a la tentación de ejercer de moralista o puritano.
Se le considera el precursor del llamado “nuevo periodismo” -la incorporación de elementos técnicos de la ficción para relatar hechos reales- aunque en realidad la leyenda dice que el hallazgo lo comparte con el director de la revista Esquire, que le mandó a escribir un reportaje sobre los aficionados a los coches de carreras. El joven Wolfe viajó al lugar indicado, entrevistó a los protagonistas, observó y reflexionó sobre ese mundo, pero al llegar el momento de poner en orden sus apuntes no encontró la manera de hilvanarlos. “Lo siento -decía el telegrama enviado a su revista- pero no lo puedo escribir”. El director no se lo tomó con mucho humor, llamó al novato y le exigió que mandase todas las notas que hubiera tomado, que alguien en la redacción, con más talento, ya se encargaría de darle forma. Así que Wolfe envió casi cincuenta folios manuscritos, con la certeza de que se estaba despidiendo de la profesión. Muy al contrario, resultó que la estaba reinventando: sus notas se publicaron sin que nadie tocara una coma. “Eran tan brillantes, con un estilo de tanta intimidad y nueva energía, que no se parecían en nada a lo que se estaba haciendo en el ambiente periodístico de la época”, reconoció el director de Esquire.

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