Más allá de la Diada; más allá de las fronteras españolas, la historia nos regala una curiosa coincidencia. El aniversario del golpe que acabó con el derrocamiento de Salvador Allende.
El 15 de marzo de 1953 se celebraba en el Teatro Baquedano de Santiago de Chile un acto en homenaje a Stalin, recientemente fallecido el día 5 de marzo. Ese día, entre otros, tomaron la palabra, para ensalzar la figura del tirano comunista y agradecer sus grandes aportaciones a la liberación de los pueblos y el proletariado, Pablo Neruda, que leyó su vil Oda a Stalin, y Salvador Allende.
Allende alabó a un Stalin que propuso como “símbolo de paz y construcción”, para llorar sin ningún rubor al genocida que había mandado a millones y millones de rusos al gulag o a la fosa común: “Hombres de la Unión Soviética: nosotros, los socialistas, compartimos vuestro luto que tiene conmoción universal. Mujeres de la Unión Soviética: nosotros, los socialistas, interpretamos vuestro luto porque para vosotras es el sufrimiento que impone la partida sin retorno del padre, del camarada, del amigo y protector. Jóvenes de la Unión Soviética: nosotros estiramos hacia vosotros los brazos para alcanzar vuestra desesperanza y daros nuevas fuerzas, porque el silencio del líder de la juventud es, también, el silencio de todas vuestras canciones. Niños de la Unión Soviética: vosotros, crecidos en las realidades, por amargas que ellas sean, seguramente creeréis que vuestro padre Stalin ha muerto y en el recuerdo de su ejemplo crecerán vuestros brazos que en la arcilla del trabajo afianzarán la grandeza del mañana”.
En el Congreso celebrado en la localidad chilena de Linares el mes de julio de 1965, el Partido Socialista de Allende se definió como «marxista-leninista» y acordaba que «nuestra estrategia descarta de hecho la vía electoral como método para alcanzar nuestro objetivo de toma del poder… El partido tiene un objetivo: para alcanzarlo deberá usar los métodos y los medios que la lucha revolucionaria haga necesarios». Esta postura se reafirmo en el Congreso de Chillán, celebrado en noviembre de 1967, con una resolución que afirmaba que “la violencia revolucionaria es inevitable y legítima… Constituye la única vía que conduce a la toma del poder político y económico, y su ulterior defensa y fortalecimiento. Sólo destruyendo el aparato democrático-militar del Estado burgués puede consolidarse la revolución socialista… Las formas pacíficas o legales de lucha no conducen por sí mismas al poder. El Partido Socialista las considera como instrumentos limitados de acción incorporados al proceso político que nos lleva a la lucha armada. La política del frente de trabajadores se prolonga y se encuentra contenida en la política de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), la que refleja la nueva dimensión continental y armada que ha adquirido el proceso revolucionario latinoamericano”.
La OLAS se había creado en agosto de 1967, tras la Primera Conferencia Tricontinental de Solidaridad Revolucionaria celebrada en La Habana, bajo los auspicios del régimen pro soviético de Fidel Castro. Estaba compuesta por diversas agrupaciones revolucionarias marxistas y antiimperialistas de Iberoamérica, cuyo programa era: a) Propiciar la lucha armada revolucionaria en América latina. b) Promover una estrategia conjunta de los movimientos revolucionarios y c) Lograr la solidaridad de los pueblos de América. Dos días antes de la conferencia en La Habana, en el centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile, Salvador Allende, uno de los principales impulsores de la nueva organización, decía: «Afirmo que ante una estrategia internacional de intervención debemos oponer otra fuerza. Oponer la violencia revolucionaria a la violencia reaccionaria».
Para cualquier analista serio semejantes antecedentes deberían servir para, al menos, sospechar de las intenciones democráticas de Salvador Allende cuando llega al poder en 1970. En las elecciones de aquel año se postulaban a la presidencia de la república: Salvador Allende de la coalición marxista llamada Unidad Popular, el candidato independiente respaldado por la coalición de centro-derecha del Partido Nacional y la Democracia Radical, Jorge Alessandri y Rodomiro Tomic del Partido Demócrata-Cristiano. El resultado electoral de aquellos comicios fue el siguiente: Allende, 1.070.334 votos (36.61%), Alessandri, 1.031.159 votos (35.27%) y Tomic, 821.801 votos (28.11%). La elección de quién ocuparía la presidencia sería decidida por el Congreso Nacional. Allende y los medios de comunicación izquierdistas amenazaban con una ola de violencia si el candidato más votado no salía elegido. Al mismo tiempo, el democristiano Tomic le pedía a los parlamentarios de su partido que votaran por Allende, que consiguió el apoyo de 153 parlamentarios y la presidencia de Chile.
El Chile de Allende
La política que emprendió Allende en modo alguno puede calificarse de social-demócrata, sino nítidamente marxista-leninista. Su programa económico se basaba en un fuerte intervencionismo estatal, fundado principalmente en la expropiación masiva de las grandes empresas del país. No sólo se procedió a la nacionalización de las multinacionales Anaconda Copper Mining y la Kennecott Copper, que explotaban los grandes yacimientos de cobre del país, o la compañía useña ITT que monopolizaba las comunicaciones telefónicas, toda la banca y las 500 empresas más importantes de Chile quedaron en manos del Estado. A la vez, mediante las Juntas de Abastecimiento y Control de Precios, el gobierno socialista también quiso planificar el consumo interno, provocando una situación en la que el crecimiento del PIB chileno quedó lastrado, para acabar entrando en recesión en los años 1972 y 1973. Los ingresos fiscales rápidamente bajaron del 23,7% al 20,2%. del PIB. La nueva estructura económica se basaba en una política social que subió indiscriminadamente los salarios hasta el 130% y concedió derechos prestacionales sin capitalización alguna, lo que provocó un aumento desmesurado del gasto público que subió del 26,4% al 44,9%, disparando del 2,7% al 24,7% el déficit público. La situación derivó en una expansión monetaria y una inflación desbocada, los precios subieron un 34,5% en 1971, un 216,7% en 1972 y un 605,9% en 1973, situación que hace completamente inútiles las medidas sociales y conduce a que el poder adquisitivo de la clase media chilena sea en 1973 un 30 % menor que en 1970.
Tampoco la reforma agraria, que pretendía acabar con el latifundismo, es capaz de lograr un resultado satisfactorio. Más de 3 millones de hectáreas fueron repartidas sin indemnización de ningún tipo. Sindicatos y agrupaciones marxistas, sin control gubernamental alguno, se erigen en los directores de las ocupaciones de fincas, provocando en el rural chileno gravísimos enfrentamientos armados entre propietarios y ocupantes, que se saldan con aproximadamente 500 muertos. La producción de alimentos se ve afectada por el abandono e ineficiencia en la explotación de los cultivos, ganadería e industria alimentaria, se produce una situación de desabastecimiento de productos de primera necesidad como harina, azúcar, té, arroz, fideos, carne, leche en polvo, huevos y manteca. La situación se agrava por el dogmatismo marxista del gobierno, que se empeña en fijar los precios con el objetivo de que todo el mundo pueda acceder a determinados bienes de consumo, lo que se traduce en una escasez generalizada y un mercado negro en el que los productos eran mucho más caros y sólo podían ser adquiridos por pequeños sectores de la población, mientras los demás debían hacer largas colas para su adquisición esporádica en los comercios y en los almacenes populares.
De nada sirven los 147 millones de dólares que la URSS concede en créditos a corto plazo y ayudas alimentarias al gobierno marxista, la desastrosa gestión económica se traduce en descontento social. Allende no reconoce los errores, insiste en los postulados de planificación estatal integral de la economía, poniendo como modelo a seguir la Cuba comunista: “Nuestra tarea es definir en la práctica la vía chilena al socialismo, un nuevo modelo para el Estado, para la economía, para la sociedad, centrado en el hombre, sus necesidades y aspiraciones”. Decía Allende en sus discursos, “les doy el ejemplo de Cuba, donde la organización del pueblo es ejemplar… han tenido que sufrir racionamiento incluso del azúcar, pero Cuba, en ocho o diez años más, será el pueblo con el más alto nivel social en América Latina”. No es sorprendente que ante los desequilibrios económicos, la escasez, el mercado negro y la inflexibilidad gubernamental, la reacción de muchos miles de chilenos fuera la protesta callejera y las caceroladas.
Políticamente Allende tenía una visión totalitaria acorde con su credo marxista-leninista, que le llevó a una progresiva intolerancia ante las protestas y huelgas que provocaban sus pésimos resultados económicos. En sus múltiples intervenciones llegó a decir: “No soy el presidente de todos los chilenos, soy el presidente de la Unidad Popular”. “Entiendo que Mao Tse-tung, como revolucionario ha buscado destruir los elementos que estaban paralizando y neutralizando la revolución”. “El pueblo está preparado para quemar y hacer explotar este país desde Arica hasta Magallanes en una ofensiva heroica, liberadora y patriótica”.
Nacionalizaciones y autoritarismos
La amenaza de una deriva revolucionaria de corte comunista quedó patente con la visita de Fidel Castro entre el 10 de noviembre y el 2 de diciembre de 1971. Salvador Allende declaraba en una entrevista radiofónica que “la verdad es que tenemos que considerar que Cuba y Chile constituyen la vanguardia de un proceso que tiene que alcanzar al resto de los pueblos latinoamericanos”. El temor a que Allende apartase a Chile del mundo libre para someterlo al bloque soviético estaba totalmente justificado, prueba de ello son sus concomitancias con el grupo terrorista MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), con cuyo líder, Miguel Enríquez, se había reunido en varias ocasiones. El MIR, nada más llegar al poder Allende, declaraba en un comunicado: “en la medida en que estamos ciertos que las clases dominantes no cederán gratuitamente sus privilegios, el triunfo electoral ha asegurado legitimidad y carácter masivo al enfrentamiento de clases que será previo a la conquista del poder por los trabajadores”. Simultáneamente, en una de sus primeras acciones de gobierno, Allende indultaba a varios terroristas del MIR condenados por asesinato, colocación de artefactos explosivos, asaltos y secuestros.
En octubre de 1972 ante los rumores de una nueva oleada de nacionalizaciones que afectarían al sector del transporte se declara una huelga por parte de la Confederación Nacional de Dueños de Camiones. Los medios gubernamentales e intelectuales marxistas afines al régimen dentro y fuera de Chile, difunden la noticia de que la huelga está organizada por la CIA, a la vez que Allende mismo afirma que “estos elementos deben ser señalados y eliminados.” Los líderes de la protesta son detenidos y encarcelados en Santiago de Chile. Ante las medidas represivas, la Confederación del Comercio Detallista (Confedech), la Confederación de la Pequeña Industria y Artesanado (Conupia), la Confederación de la Producción y el Comercio (CPC), la Asociación de Dueños de Microbuses y Taxibuses de la Locomoción Colectiva Particular, colegio de médicos, ingenieros, abogados, odontólogos, profesores, trabajadores portuarios, pilotos de LAN Chile y la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica de Chile se unen a la huelga, mientras los camioneros bloquean las carreteras, quedando el país virtualmente paralizado.
El gobierno Allende tampoco respetaba al poder judicial, cuyas resoluciones ignoraba e incumplía. Así, el 26 de mayo de 1973, en protesta por una negativa del gobierno a cumplir con una decisión judicial, la Corte Suprema resolvió por unanimidad dirigirse así al Presidente de la República: «Esta Corte Suprema se ve obligada a representar a Su Excelencia por enésima vez la actitud ilícita de la autoridad administrativa en su interferencia ilegal en asuntos judiciales, así como de poner obstáculos a la policía uniformada en la ejecución de órdenes de los tribunales del crimen; órdenes que, bajo las leyes vigentes, deben ser llevadas a cabo por dicha fuerza policial sin obstáculos de ninguna índole; todo lo cual implica un desprecio abierto y voluntario de los fallos judiciales, con completa ignorancia de las alteraciones que tales actitudes u omisiones producen en el orden legal; como se representó a Su Excelencia en un despacho anterior, actitudes que implican además no sólo una crisis en el estado de derecho, sino también el quiebre perentorio o inminente de la legalidad de la Nación».
Ya el 1 de julio de 1972 el Ministro de Justicia, Manuel Sanhueza, había avisado de que «la revolución se mantendrá dentro del derecho mientras el derecho no pretenda frenar la revolución». El 28 de mayo de 1973 Salvador Allende contestaba a la Corte Suprema y confirmaba que bajo su mandato no existía el Estado de Derecho: “En un período de revolución, el poder político tiene derecho a decidir en el último recurso si las decisiones judiciales se corresponden o no con las altas metas y necesidades históricas de transformación de la sociedad, las que deben tomar absoluta precedencia sobre cualquier otra consideración; en consecuencia, el Ejecutivo tiene el derecho a decidir si lleva a cabo o no los fallos de la Justicia».
El 22 de agosto de 1973, la Cámara de Diputados se reunió para analizar la insostenible situación que padecía Chile, ante la amenaza cada día más clara de implantación de una dictadura marxista por parte del Gobierno de Salvador Allende. Por un resultado de 81 votos a favor y 47 en contra, la Cámara declaró que el gobierno de Allende había violado gravemente la Constitución chilena. El 63% de los diputados acusaban al presidente y su gobierno de veinte violaciones concretas de la Carta Magna, incluyendo el amparo de grupos armados, la tortura, las detenciones ilegales, la censura a la prensa libre, la manipulación de la educación, la confiscación de propiedad privada y la falta de respeto a la independencia del poder judicial y desobediencia a las sentencias judiciales.
Interviene el ejército
Ante una situación de quiebra económica, enfrentamiento social y un poder ejecutivo en abierta rebelión contra el poder legislativo y judicial, el ejército interviene y derroca a Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973. Como sostendría Patricio Aylwin, presidente del Senado chileno de 1971 a 1972 y presidente de la República durante el período comprendido entre 1990 y 1994: «El gobierno de Allende había agotado, en el mayor fracaso, la vía chilena hacia el socialismo y se aprestaba a consumar un autogolpe para instaurar por la fuerza la dictadura comunista. Chile estuvo al borde del ‘Golpe de Praga’, que habría sido tremendamente sangriento, y las Fuerzas Armadas no hicieron sino adelantarse a ese riesgo inminente».