«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Auge y caĆ­da de Mario Conde

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Mientras ese cuello de botella continental, esa hendidura abierta al trÔfago que da sentido a PanamÔ, proveía a determinada prensa de una larga y variada lista de nombres vinculados a la extracción de dinero de sus respectivas naciones, Mario Conde ha vuelto a protagonizar portadas al ser detenido por tratar de traer a España parte del dinero que custodió Banesto y que tenía oculto en diversas sociedades extranjeras.

De este modo, el gallego volvía a dar con sus huesos en unas instituciones penitenciarias que ya conoció, y de las que, astuto, salió revestido del aura espiritualista que a menudo envuelve a quienes viven confinamientos o adicciones.

Conviene, sin embargo, mirar mÔs allÔ de la inmediatez mediÔtica y buscar en su biografía aquellos ya lejanos brillantes momentos, pues quizÔ en ellos podamos localizar algunas claves que permiten entender mejor el despegue y ocaso de una figura tan representativa como la de un Conde del que se encarecía su condición, absurda desde nuestro prisma, de «hombre hecho a sí mismo».

Sin duda uno de esos instantes estelares se produjo el 9 de junio de 1993, cuando fue investido doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense de Madrid en una ceremonia a la que acudió el rey emĆ©rito, Juan Carlos I, el mismo que, a travĆ©s de su regia hermana ha sido relacionado con los papeles de PanamĆ”, el mismo que ha visto cómo una de sus hijas se ha sentado en un banquillo defendida por un ardoroso catalanista…

En aquella memorable jornada, de la que la Universidad no quiere acordarse, el impecable banquero estuvo arropado por lo mÔs granado del ramo y por personajes relevantes en la cristalización de una realidad política precocinada y mitificada a partes iguales. Junto a los hombres de la Banca, figuró un elenco de periodistas fundamentales tanto en labores propagandísticas como en ideológicas reconstrucciones de un pasado del que habían formado parte: Polanco y Ansón no se perdieron la cita. Tampoco otras importantes personalidades supervivientes de un tiempo pretérito: López Rodó, esencial en esa larga marcha hacia una determinada monarquía: la de la España configurada a la medida del federalcatolicismo. En semejante retablo no podía faltar la presencia de Camilo José Cela, representante de la cultura exenta, espécimen mediÔtico y receptor de un Premio Nobel.

El momento coincidía con el comienzo de la resaca de 1992, año de la apoteosis socialdemócrata europeísta y atlantista, en el cual se celebraron los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición en Sevilla, conectada a Madrid por la velocidad alemana del AVE en detrimento de un Talgo que no era suficientemente europeo. España, ya reconvertida y desindustrializada, se apresuraba a ser un destino cultural y turístico con déficit de monitores y camareros angloparlantes, tara que la mÔs ciega y entregada anglofilia trata todavía de corregir.

En tal contexto, la reconocible testa de Conde, aureolada de gomina, descollaba sobre las demƔs mientras la Complutense se rendƭa a sus labores de mecenazgo otorgƔndole un bermejo birrete y una toga. La respuesta del homenajeado fue previsible, casi automƔtica en cuanto a contenido y destinatario:

«Gracias a que Su Majestad el Rey jugó tan decisivo papel en el gran proceso que permitió a la nación hacerse dueña de su destino, podemos hoy abrirnos a la posibilidad de perfeccionar la democracia y profundizar en el camino de la libertad».

El canto a las bondades de la sociedad civil tampoco podƭa faltar en un discurso que apelaba a la Ʃtica y a la solidaridad antes de que contrafiguras del gallego escenificaran parecidos anhelos vestidos de un modo radical y estudiadamente opuesto.

Sin embargo, la crisis que sucedió a la fiesta del 92 exigĆ­a la caĆ­da de algunos Ć­dolos, sobre todo la de aquellos que envanecidos por el Ć©xito, osaron participar en terrenos ajenos a los estrictamente profesionales: los polĆ­ticos. Nuestro personaje se habĆ­a convertido en un icono, en un sĆ­mbolo de aquello que se dio en llamar Ā«cultura del pelotazoĀ». Tan cercano a los cĆ­rculos del poder –al cabo los bancos han sostenido a partidos que han sabido devolver favores- fue consciente de la debilidad de muchos de los que se sentaban en los curules. ĀæQuĆ© impedĆ­a que el ambicioso banquero, el doctor universitario que reivindicaba el poder de la sociedad civil, se revistiera de ideólogo dentro de una sociedad liberada por el capitalismo? CaĆ­da la Unión SoviĆ©tica, acaso le deslumbró la idea de un fin de la Historia de libertario sesgo economicista. ĀæQuiĆ©n sino un banquero para trazar el rumbo en un mundo ya liberado de economĆ­as estatalizadas?

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A Conde se le habĆ­an quedado pequeƱos los consejos de dirección. El mundo de la polĆ­tica ejercĆ­a una atracción a la que no pudo sustraerse. Sin embargo, Mario Conde tenĆ­a difĆ­cil encaje en un panorama claramente delimitado, marcado por acusadas inercias que blindaban la posibilidad real de su incorporación a un mundo lindero al suyo pero diferente. La ingenierĆ­a financiera se mostrarĆ­a impotente ante la solidaridad gremial de adversarios ideológicos –progresistas y conservadores los llaman– capaces, sin embargo, de sentarse con un exbanquero doblemente corrupto como Pujol, pero refractarios a hacerlo con nuestro hombre. A Pujol le avalaba su pertenencia a un mundo construido contra la EspaƱa anterior a 1975, al cabo, era parte de un club capaz de incorporar a un secesionista que bloqueaba la posibilidad de hacerlo con alguien que, como el gallego, no estaba dispuesto a ser un simple meritorio. La caĆ­da era cuestión de tiempo. La trayectoria de Conde tendrĆ­a, sĆ­, un tramo ascendente, los tiempos en los que fue envidiado y temido a partes iguales, pero tambiĆ©n un ocaso prefigurado por quien nunca se resignó a diluirse definitivamente en el tabulado mundo de las finanzas.

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