Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: Charles Péguy.
Hay autores cuya huella se agiganta a medida que pasan los años. Uno de ellos es el francés Charles Péguy, un adelantado a su tiempo, cuya obra iba a ejercer una gran influencia en la renovación del cristianismo en el siglo XX. Defensor de una mística a la vez católica y republicana, hoy sus ideas son un valiosísimo vivero para quienes, hastiados de la modernidad, defienden el espíritu y la tierra.
Vamos a situarnos en una trinchera de la primera guerra mundial. Es septiembre de 1914. Francia y Alemania están en guerra. Decenas de miles de hombres mueren bajo una acumulación de fuego nunca vista. La ofensiva alemana ha desarbolado al ejército francés. Medio millón de personas han evacuado París. El Gobierno de la República se ha trasladado a Burdeos. En el frente, el general Joffre intenta detener a los alemanes. Presentará batalla en el río Marne. Alemanes y franceses alinean más de un millón de hombres por cada bando. Los franceses conseguirán su objetivo: parar a los alemanes. La batalla durará seis días. Será extraordinariamente mortífera: en torno a medio millón de bajas, entre muertos y heridos.
Cuando se levanta el campo, Francia conoce la muerte de sus hijos. Entre ellos, un personaje singular: el escritor católico Charles Péguy. Ha muerto en los primeros compases de la batalla. Tenía ya 41 años, pero se había presentado voluntario. ¿Por qué? Porque la patria lo exigía. “El soldado mide la cantidad de tierra donde un pueblo no muere”, había escrito Péguy. Aunque detesta a esa República que había emprendido una agria campaña contra la religión, y pese a su convicción de que el pueblo francés está acabado, corrompido por el espíritu burgués y por el dinero, Péguy acude a su puesto de teniente de infantería para defender esa “cantidad de tierra donde un pueblo no muere”. En ella murió Charles Péguy.
Socialismo tradicionalista
Había nacido en un suburbio de Orleáns, en un entorno muy pobre. Como muchos campesinos de la época, su familia, de campesinos y viñadores, fue arrasada por el crecimiento industrial. El padre de Péguy murió cuando el joven Charles tenía pocos meses; su madre tuvo que ganarse la vida haciendo sillas de paja. Si Charles Péguy no acabó en el arroyo fue por su inteligencia natural: buen estudiante, a fuerza de codos consiguió becas que le permitieron llegar a la Escuela Normal Superior, donde se formaban los docentes de enseñanza media. El joven de origen marginal podía convertirse en profesor.
En profesor se habría convertido si no se hubiera cruzado en su camino una pasión insoslayable: el socialismo. Estamos en 1895, el mundo cruje y Péguy ha encontrado una vía para cambiar las cosas: “un socialismo joven, nuevo, grave, un poco infantil… profundamente cristiano», decía él. Abandona la Escuela Normal y se gana la vida con una librería. Péguy trabajó muy activamente en el marco del socialismo francés, pero será siempre un socialismo sui generis, concebido como revolución interior que regenere a la humanidad. Los acentos religiosos no desaparecen; Péguy ha abandonado la fe, pero no el marco cultural cristiano: por estas fechas da a la imprenta su cuadro dramático Juana de Arco. Además, su perspectiva del problema obrero es muy singular; Péguy empieza a ver que el problema no es tanto económico como espiritual. Años después, lo explicará así:
“Hay que rescatar la piedad de la obra bien hecha, los tiempos en que se trabajaba cantando, en que uno daba lo mejor de sí mismo en el trabajo porque en el trabajo hallaba la realización de sí mismo. Nosotros hemos conocido obreros que tenían ganas de trabajar (…). Trabajar era la alegría misma, la raíz profunda de su ser (…) Había un increíble honor del trabajo (…) Era preciso que una pata de silla estuviera bien hecha (…) No por el salario o para medir el salario, no para el patrón o para los buenos conocedores, sino que tenía que estar bien hecha en sí misma. Ese es el principio mismo de las catedrales”.
Y por supuesto, el trabajo no es el fin supremo de la existencia: por encima de las tareas necesarias para la subsistencia está la vida del espíritu, que es la que hace florecer la personalidad. Los valores éticos y culturales son superiores a la simple producción de objetos. Pero el trabajo ha cambiado radicalmente desde que ha quedado sometido a las leyes de la oferta y la demanda, de la producción y el mercado. Y eso es lo que hay que cambiar.
Redescubrir la religión y la patria
Con este temperamento espiritual, era inevitable que Péguy empezara a separarse de sus amigos socialistas. El giro se produce a propósito del “caso Dreyfuss”, aquel episodio que conmocionó a la opinión pública francesa. El socialismo francés, que tiene una fuerte base popular, federalista, comunitaria, se aburguesa o se marxistiza, o ambas cosas simultáneamente. Péguy no lo tolera: le reprocha el haber prostituido sus ideales en beneficio de las combinaciones parlamentarias. Y nuestro autor empieza a ver que el verdadero problema está en el mundo moderno, que ha creado una civilización completamente material, artificial, vacía de espíritu. Es esta reflexión la que lleva a Péguy a redescubrir el cristianismo.
Recordemos lo que estaba pasando en Francia en aquel momento, hacia 1902: la República ha emprendido una política extremadamente hostil hacia la Iglesia y pretende confinar a la religión en el ámbito de la estricta vida privada. Péguy, que tiene un sentido de la libertad innato, instintivo, reacciona volviendo los ojos a la realidad más profunda de la fe. Será un camino largo, que recorrerá con Jacques Maritain. Y no va a ser el único camino: al mismo tiempo, estalla el conflicto diplomático de Tánger, que deja a Francia en posición subordinada frente a Alemania y que Péguy –con toda la opinión pública francesa- percibe como una amenaza para la supervivencia nacional. Así que los redescubrimientos son dos: primero, la religión como esfera inalterable de la libertad personal; además, una patria que es carnal, material, más allá de los discursos internacionalistas y pacifistas. Se ha dicho que Péguy se convierte en un heredero desposeído que trata de reconquistar su estirpe y su tierra. Es una buena imagen.
Péguy no es un nacionalista: lo que a él le interesa es algo mucho más profundo, la tierra natal como solar de personas y comunidades, de donde deduce una mística que no es contradictoria con la República. Tampoco ve, por supuesto, que esa patria sea contradictoria con la religión, máxime cuando la religión por la que Péguy apuesta no es la de la Iglesia institucional del Antiguo Régimen, sino una dimensión espiritual arraigada en el interior de las personas. Persona es aquí una palabra clave para entender a Péguy: frente al concepto de individuo abstracto, típico de la modernidad, Péguy piensa a los hombres como personas, es decir, con todo aquello que los define y les da una identidad nacional, espiritual, cultural.
La revolución necesaria
Habrá un revolución, sí, tiene que haberla. Pero no será una revolución social o económica, sino que tiene que ser una revolución espiritual y personal, que lleve a los hombres a redescubrir su interior. Hay que reconstruir el presente, pero no se trata de derribar un orden político para imponer otro, sino que hay que ir más lejos. Desde el Renacimiento, el mundo ha perdido en algún momento el camino correcto, traicionado por un racionalismo materialista. Ahora hay que volver atrás, encontrar las grandes líneas de fuerza espirituales que surgieron de la Edad Media y volver a construir el camino desde el principio. Contra el racionalismo frío y abstracto de Descartes, la racionalidad cálida y espiritual de Pascal. Lo que está consumiendo al mundo no es sólo un sistema económico o una determinada política, sino algo mucho más hondo: el espíritu burgués, esa mezcla de egoísmo y comodidad que ha llevado a la degeneración y a la corrupción. Ese es ahora el programa de Péguy, y será el definitivo.
“El secreto del hombre interesante es que él mismo se interesa por todos (…). Una gran filosofía no es la que instala la verdad definitiva, es la que produce una inquietud (…). A cada día le bastan sus temores, y no hay por qué anticipar los de mañana (…) ¿El modernismo? El modernismo es la actitud de quien no cree en lo que cree.”
Péguy pone en escena su conversión con El misterio de la caridad de Juana de Arco, donde refunde aquella vieja pieza que escribió cuando era socialista y la proyecta hacia la dimensión espiritual: la voluntad de triunfar sobre las miserias temporales enlaza con la esperanza de la salvación eterna. Luego vendrán El pórtico del misterio de la segunda virtud, los Tapices de Santa Genoveva y de Juana de Arco, El misterio de los Santos Inocentes, Eva… Aquí la poesía cristiana alcanza una cumbre: la capacidad de Péguy para trenzar lo divino y lo humano es portentosa; lo sobrenatural se hace carne. Y además están sus escritos teóricos: Un nuevo teólogo, El dinero…
A Péguy le propusieron para el Gran Premio de la Academia Francesa, pero tanto su obra como su temperamento le inhabilitaban para esas cosas. Su influencia se reduce a un pequeño círculo de gentes, de todas las tendencias, que descubren en Péguy a la voz más viva del tiempo. Tan viva, en efecto, que los propios acontecimientos le dan la razón. El panorama internacional se nubla. Francia se siente en peligro: la misma República que antes había excluido a los católicos, ahora les llama en “unión sagrada” para defender su suelo. Los católicos acudirán a la llamada de las armas. Entre ellos, el propio Péguy.
Volvemos al Marne, septiembre de 1914. La compañía de Péguy, en vanguardia, ha de tomar una posición fuertemente defendida por los alemanes. En el primer intento, el jefe de la compañía cae muerto. Péguy toma el mando. El fuego alemán obliga a los franceses a echarse cuerpo a tierra; todos están en el suelo menos Péguy, que permanece en pie animando a sus hombres. Estimulados por el ejemplo, los franceses se lanzan al asalto. Tomarán la posición. El cuerpo de Péguy queda atrás, con una bala en la frente.
A Péguy la posteridad iba a depararle el reconocimiento que no tuvo en vida. Influyó de manera determinante en el pensamiento cristiano del siglo XX, y aún hoy su voz sigue hablándonos con gran vigor. En Péguy encontramos una rectificación general de la modernidad en nombre del espíritu y de la tierra. Y hoy, cuando los mitos de la modernidad caen a toda velocidad –el progreso, la civilización económica, etc.-, en su obra siguen latiendo principios fuertes que permiten buscar caminos nuevos. Por eso merece la pena volver los ojos a Charles Péguy.