Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: Chesterton.
Gilbert Keith Chesterton es importante por varias razones. Una: su proceso intelectual de conversión al catolicismo. Otra, muy unida a la anterior: su compromiso con una visión de la economía coherente con la doctrina de la Iglesia y que superara tanto al capitalismo como al socialismo; es lo que se llamó el “distributismo”. Una tercera razón: su literatura al mismo tiempo irónica y profunda, capaz de convertir las grandes cuestiones filosóficas en asuntos que cualquier lector puede sentir como propios. Añadamos una cuarta: el invento del Padre Brown, ese singular cura detective que resuelve casos criminales con la convicción de que se halla inmerso en un gigantesco y eterno combate moral. ¿Cómo no hablar de Chesterton?
Chesterton vivió a caballo entre los siglos XIX y XX. Era inglés. Incluso muy inglés. Dejemos que él mismo nos lo cuente con las palabras que abren su Autobiografía:
“Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill, Kensington, y de que me bautizaron según el rito de la Iglesia anglicana en la pequeña iglesia de St. George, situada frente a la gran Torre de las Aguas que dominaba aquella colina. No pretendo que exista ninguna relación significativa entre ambos edificios y niego rotundamente que se eligiera aquella iglesia porque yo necesitara para convertirme en cristiano toda la energía hidráulica del oeste de Londres”.
Un gigante rebelde
Es muy significativo que Chesterton abra su Autobiografía planteando, de entrada, el hecho de su conversión: es que él mismo lo veía como el acontecimiento central de su vida. Tenemos que situarnos en la Inglaterra del último tercio del siglo XIX. Chesterton nace en 1874, en pleno apogeo de la Inglaterra victoriana. Su familia, culta, relativamente acomodada, era anglicana, pero sólo por convención social. Gilbert crece en ese ambiente (y crece mucho, por cierto: medía 1,93 y pesaba 130 kilos). Se educa en buenos colegios que, sin embargo, le decepcionan. Chesterton definía el sistema educativo como “ser instruido por alguien que yo no conocía, acerca de algo que no quería saber”.
¿Qué quería saber Chesterton? Un poco de todo. Primero le interesa el dibujo y la pintura, artes que llegó a dominar con destreza. Después cae bajo la seducción de una de las grandes modas del momento: el espiritismo, el ocultismo. Es la época de Madame Blavatsky y del joven Aleister Crowley. Chesterton se sumerge a fondo y, más aún, llega a la conclusión de que él era el único que realmente creía en el Demonio de todos los que se entregaban a esas prácticas. Errático, con 21 años abandona los estudios universitarios. Se dedica al periodismo y a la edición. ¿En qué ámbito? Precisamente ese del ocultismo. Pero sólo al principio.
Nuestro hombre podría haberse convertido en un escritor espiritista. No lo hizo. ¿Por qué? Hay algo prodigioso en la manera en que Chesterton va siendo apartado suavemente, poco a poco, de ese mundo. Primero, por su matrimonio: en 1901 se casa con una anglicana practicante, Frances Blogg –su novia de toda la vida-, que le acerca de nuevo al cristianismo. Además, la propia reflexión de Chesterton le encamina hacia la cuestión de Dios, que termina siendo para él la cuestión central. Se hable de lo que se hable, la cuestión de Dios aparece siempre. ¿Y de qué habla Chesterton? De arte, política, poesía. En 1900 aparece su primer libro: la colección de poesías Greybeards at play. En 1904, su primera novela: El Napoleón de Notting Hill. Publica biografías sobre Robert Browning y Charles Dickens, dos cumbres de la literatura inglesa del XIX. Ya es un escritor profesional. Como su pluma es ágil y punzante, no tarda en hacerse con un público fiel. Y él, por su parte, ya ha encontrado su perfil, su figura, lo que quiere ser: el gran polemista que reintroduce lo cristiano en el debate público inglés.
Los errores del mundo moderno
Chesterton ya ha decantado su posición intelectual. Por encima de todo, es un crítico de la modernidad o, para ser más preciso, de los errores del mundo moderno. Desdeña la aspiración de encontrar un “superhombre” que deje atrás lo humano. Reivindica el concepto cristiano del libre albedrío como frontera con el mal (así, en su novela El hombre que fue Jueves). Frente al racionalismo, opone el sentido común. Frente a la fe ciega en la ciencia, defiende la fe tradicional en Dios. Frente a la crueldad de la civilización industrial y técnica, recupera el ideal social de la Edad Media, donde todo el mundo ocupaba un lugar. Denuncia Lo que está mal en el mundo (un ensayo de 1910) y en su novela La esfera y la cruz, de ese mismo año, plantea el gran enfrentamiento entre Dios y su negación.
Por cierto que vale la pena extenderse sobre esta novela, porque define muy bien cómo veía Chesterton el asunto. Chesterton no es un maniqueo. En La esfera y la cruz, un católico y un ateo tratan de dirimir sus diferencias en duelo. Pero pronto ambos comprueban que el verdadero enemigo no es su respectivo rival, sino un orden social asentado en la indiferencia, que no entiende a los duelistas y que se propone encerrar a ambos como locos peligrosos. Perseguidos por la policía, el católico y el ateo terminan transformando su duelo en una profunda amistad. El verdadero problema del mundo moderno no está en las creencias opuestas, sino en un orden que ha proscrito toda creencia.
Frente a ese mundo vacío de creencias, ganado por la superstición, Chesterton encuentra en el cristianismo una luz segura, un faro que no se apaga. Años más tarde, en “¿Por qué me convertí al catolicismo?”, lo explicará así:
“Jamás la superstición ha revolucionado tanto el mundo como ahora. Sólo después que toda una generación declaró dogmáticamente y una vez por todas, la IMPOSIBILIDAD de que haya espíritus, la misma generación se dejó asustar por un pobre, pequeño espíritu. Estas supersticiones son invenciones de su tiempo, podría decirse en su excusa. Hace ya mucho, sin embargo, que la Iglesia Católica probó que ella no era una invención de su tiempo: es la obra de su Creador, y sigue siendo capaz de vivir lo mismo en su vejez que en su primera juventud: y sus enemigos, en lo más profundo de sus almas, han perdido ya la esperanza de verla morir algún día”.
Por encima de la superstición y las modas, hay alguien que siempre tiene una idea superior del bien y del mal. Esa es la Iglesia. Chesterton lo descubre, entre otros, en un cura católico: el padre O’Connor, al que conoce en 1907. En O’Connor se inspiraría, por cierto, para crear a uno de sus personajes más conocidos: el padre Brown, el cura detective que a partir de 1911 iba a convertirse en protagonista de cincuenta relatos y que daría a Chesterton una enorme popularidad.
Los años de la inmediata preguerra son un tiempo de efervescencia intelectual para Chesterton. Su hermano Cecil, socialista fabiano, periodista y editor como Gilbert, ha empezado a publicar los trabajos de un amigo de ambos: Hilaire Belloc, ferviente católico. Gilbert, Belloc, Cecil y la esposa de este último, Ada Jones, conforman un núcleo intelectual que cada vez va orientándose más hacia el cristianismo social. Comienza así la aventura de The New Witness. Cecil morirá en la primera guerra mundial, pero la aventura continuará después. El núcleo de The New Witness alumbrará una doctrina propia: el distributismo, una tercera vía, alternativa al capitalismo y al socialismo, fuertemente arraigada en la doctrina social de la Iglesia.
La tercera vía
¿Qué era el distributismo? Podemos resumirlo así: la aspiración a construir un orden social justo sobre la base de una muy difundida distribución de la propiedad. Se trata de crear una verdadera sociedad de propietarios, donde todo el mundo tenga algo suyo. En palabras de Chesterton: “Todo hombre debe tener algo que pueda darle forma de su propia imagen, así como él es forma de la imagen del cielo. Pero porque no es Dios, sino solo una imagen grabada de Dios, su autoexpresión debe tratar con límites; propiedad con límites que son estrictos y aun pequeños”.
Frente al socialismo, el distributismo afirma la propiedad privada. Frente al capitalismo, defiende el derecho de todos, y no sólo de los privilegiados, a ser propietarios. Chesterton explicaba esta diferencia crucial con una de sus habituales ironías: un carterista es sin duda un campeón de la empresa privada, pero no un campeón de la propiedad privada. El capitalismo –decía nuestro autor- ha tratado de disfrazar al carterista con alguna de las virtudes del pirata. Y el comunismo, por su parte, lo único que ha hecho es tratar de reformar al carterista prohibiendo que la gente tenga bolsillos.
El camino interior de Chesterton llega a su término en 1922: fue entonces cuando dio el paso decisivo y se convirtió al catolicismo. ¿Por qué? Él mismo lo explicó en numerosos artículos. En uno de ellos, “¿Por qué soy católico?”, lo razonaba así:
“No hay ningún otro caso de una continua institución inteligente que haya estado pensando sobre pensar por dos mil años. Su experiencia naturalmente cubre casi todas las experiencias, y especialmente casi todos los errores. El resultado es un mapa en el que todos los callejones ciegos y malos caminos están claramente marcados, todos los caminos que han demostrado no valer la pena por la mejor de las evidencias: la evidencia de aquellos que los han recorrido”.
Chesterton defenderá siempre esa postura en todos los foros públicos. Foros, por cierto, a los que acudía sin desdeñar ninguno. Más aún: los organizaba él mismo para discutir sobre cualquier cosa, desde la política hasta la literatura. Se hicieron célebres sus debates con G.B. Shaw, gran amigo suyo. A quienes acusaban a la Iglesia de mantener actitudes conservadoras, de no adaptarse al aire de los tiempos, Chesterton les contestaba que el ser humano sigue siendo el mismo en todas las épocas: “No quiero una religión que tenga razón cuando yo tengo razón –decía-, sino una religión que tenga razón cuando yo me equivoco”.
Era el 14 de junio de 1936 cuando Chesterton moría en su casa de Beaconsfield, a los 62 años de edad. Dejaba atrás un centenar de libros y uno de los periplos espirituales más interesantes del siglo XX. Una voz que nos sigue hablando hoy.