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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Colau y el cargo con K

Usted, señora Colau, ha sido una de ellos, y por ello le pido que ejerza de alcaldesa sin ocupar el cargo con k». Estas han sido las palabras pronunciadas por el popular Alberto Fernández Díaz en el Ayuntamiento de Barcelona durante un pleno marcado por los incidentes violentos que han tenido como escenario la noche de la Ciudad Condal. En el mismo edificio que otrora albergaba el Salón de Ciento ocupado por cargos propios del Antiguo Régimen, la alcaldesa de Barcelona, que tanto debe a aquellos sus años mozos como activista emboscada tras el antifaz y la lycra del disfraz de Supervivienda, ha pedido proporcionalidad a los Mozos de Escuadra, cuerpo heredero de aquellos borbónicos dieciochescos empeñados en barrer de austracistas migueletes las tierras catalanas.

La democrática ceremonia ha sido contemplada por el célebre concejal borbonicida, chófer del independentismo cupero, Josep Garganté Closa, hombre de barba prieta y puño cerrado que deja ver en su siniestra la palabra «odio» tatuada en un perfecto español que figura en su piel en detrimento de su equivalente en catalán, ese «odi» que dejaría una falange ayuna de tinta.

Para completar el cuadro, hemos de incorporar a la escena al ex alcalde Xavier Trias, predecesor de Colau y pieza fundamental para reconstruir lo acaecido en Barcelona, pues según parece, don Xavier, hombre próximo a Pujol, pagó con dinero público el alquiler, el IBI, la tasa de basuras e incluso algunos desperfectos del local llamado «banco expropiado», cuyo desalojo ha dejado tras de sí escenas propias de la kale borroka proetarra en cuyo espejo se miran los representantes de la CUP ante el deleite de otras sectas catalanistas especializadas en otro tipo de trabajos hispanófobos menos callejeros. Que la letra k está de moda en Cataluña parece fuera de toda duda, a pesar de que los filólogos de laboratorio que pulieron el idioma para limpiarlo de adherencias españolas no dieran a dicha letra el espacio que ahora parece ganarse por vandálicos méritos propios.

Ocurre, no obstante, que la hoy insurgente k tuvo su primer momento estelar español hace más de un siglo, gracias a un vizcaíno insigne: Miguel de Unamuno. Fue en 1913 y en las páginas del madrileño diario Mundo Gráfico donde, en contestación a un escrito del tuberculoso y chocarrero Félix Méndez, don Miguel, que un año antes había escrito: «¿Quién duda de que Platón, Descartes, Newton o Kant, han influido más en la cultura –o mejor dicho Kultura,– que Alejandro Magno, Colón, Napoleón o cualquier otro hombre de acción?», desplegaba toda su ironía en un artículo titulado «La Kultura y la Cultura», en el cual encontramos perlas como la que sigue: «La k da autoridad e importancia a un escrito». La apelación a la Kultura hecha por Unamuno conecta bien con ciertos componentes de la viscosa ideología que alimentaba ayer a «los chicos de la gasolina» –Arzalluz dixit- y lo hace hoy con estos okupas subvencionados y al orden de pagos residentes en la Barcelona que ha acogido con honores a Arnaldo Otegui, «hombre de paz» al decir del fundador de la Alianza de Civilizaciones.

Ironías aparte, los escritos periodísticos de Unamuno señalaban, en relación con la letra k, a Alemania y a la Kultura, verdadero mito dominante de Europa desde el XIX en el que cristalizó el catalanismo, alentado en inicio por una oligarquía insaciable que enseguida mostró su cara más desleal tras la pérdida de los privilegios otorgados por el proteccionismo comercial. En efecto, en cuanto el mercado de Las Antillas, abierto al puerto de Barcelona por el denostado Felipe V, comenzó a dejar de ser rentable ante el empuje capitalista británico alimentado por los miserables proletarios novelados por Dickens, comenzó a crecer un movimiento al que se acabarían sumando incluso los charnegos, ignorantes de la canina etimología de tan peyorativa palabra. La cultura circunscrita, barruntada por Unamuno y caracterizada bajo la exitosa fórmula de las «señas de identidad» del archipremiado islamófilo barcelonés Juan Goytisolo Gay en los 60, comenzó a marcar el rumbo político de Cataluña.

Los vínculos entre el catalanismo y el Ayuntamiento de Barcelona son profundos y tienen en lo cultural uno de sus más sólidos nexos con precedentes lejanos que conviene analizar, pues si bien los actuales okupas se dicen internacionalistas, entre la miríada de naciones que configurarían el orbe figurarían las naciones culturales, entre las que figuraría esa Cataluña que trata de sacudirse el yugo español. Fundamentalistas democráticos, los okupas desalojados son firmes partidarios del derecho a decidir, y lo reclaman en la lengua del ignorado clérigo Jacinto Verdaguer.

 

El antecedente directo entre cultura y separatismo, plenamente asumido por los antisistema anarquizantes acogidos por el Ayuntamiento en el «banco expropiado», tiene también una filiación municipal que nos lleva al año 1908, cuando se aprueba el Presupuesto Extraordinario de Cultura y se trata de poner en marcha la Institución de Cultura Popular por parte del Ayuntamiento de Barcelona, iniciativas que ya se habían ido larvando en ambientes clericales, masónicos y federalizantes, que todo cabe en tan clásico movimiento transversal como es el catalanismo. El Presupuesto, cuyo monto ascendía a 2.800.000 de pesetas, tenía como objetivo principal el fomento de dicha ideología de objetivos políticos disolventes que trataba de abrirse paso por medio de aulas, ediciones, bibliotecas e incluso bolsas de viajes en las cuales los futuros agentes de tal credo pulirían su estilo en contacto con la Kultura europea. El proyecto encontró un año más tarde su respuesta proporcionada: la suspensión del Presupuesto por parte del gobernador civil de Barcelona, Ángel Osorio. Dábase así al traste con una maniobra que incluía la colocación de muchos agentes dentro de la Institución de Cultura Popular. Un siglo después, la red catalanista, cosida con instrumentos culturales, es tan tupida que sostiene una estructura clientelar capaz de sostener a 242 cargos, entre ellos Puigdemont, que cobran más que Mariano Rajoy, Presidente de España en funciones que sólo puede hablar en el Ayuntamiento a través de la testimonial e irrelevante voz de Alberto Fernández Díaz.

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