«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El desastre de Siria es el apocalipsis de Europa

El pasado viernes, en vísperas del encuentro entre Obama y Putin en Nueva York,  todo indicaba que ni los Estados Unidos ni Rusia estaban dispuestos a gastar recursos militares en Siria. Cuatro días después, unos y otros han empezado a bombardear posiciones del Estado Islámico. Y no han pasado veinticuatro horas cuando ya unos y otros se acusan de no estar actuando realmente contra el Estado Islámico, sino en defensa de otros intereses. ¿Qué está pasando?

Está pasando que la potencia hegemónica, es decir, los Estados Unidos, y la potencia aspirante, es decir, Rusia, empiezan a levantar sus cartas y nos dejan ver el juego que realmente se mueve bajo la superficie de las declaraciones públicas y las poses diplomáticas. Para la estrategia de Washington y de Moscú, que se juega a escala mundial, el Estado Islámico no es más que un detalle de relieve menor en un tablero mucho más amplio.

¿Qué quiere Washington? Los Estados Unidos ya no tienen un interés vital en Oriente Medio porque el petróleo ha perdido importancia para ellos –los norteamericanos ya son exportadores de crudo-, pero quieren mantener una influencia determinante en un área siempre sensible, llave de inmensos recursos energéticos y muro geopolítico para las ambiciones rusas y chinas. Esa política pasa por alinearse con Arabia Saudí, Turquía e Israel, países cuyas relaciones entre sí no atraviesan por el mejor momento, pero que comparten enemigos comunes. ¿Quiénes? Esencialmente, Irán y la Siria de Al-Asad.

¿Qué quiere Moscú? Ante todo, mantener su proyección geopolítica hacia los mares cálidos, tanto en el Mediterráneo como en el Índico, y las pasarelas para esos mares son respectivamente Siria e Irán. Ambas pasarelas representan sendas grietas en el muro geopolítico americano y evitan que Rusia se vea encerrada en su espacio continental. Por eso Moscú ha buscado la alianza con Irán y ha mantenido contra viento y marea su apoyo al régimen de Bachar al-Asad. El golpe maestro ha sido, la semana pasada, la firma de una alianza de asistencia con Irán, Siria e Irak, país este último que ya está casi enteramente controlado por los chiíes de Irán.   

Los Estados Unidos se alinean, pues, con las potencias musulmanes suníes, mientras que Rusia lo hace con los chiíes. A Washington y a Moscú, por supuesto, les resulta indiferente el aspecto religioso de la secular guerra entre suníes y chiíes. Simplemente, cada una de estas familias del islam encarna bloques de poder que hoy, a ojos de las grandes potencias, sirven a un interés geopolítico determinado.

¿Quién quiere acabar con el Estado Islámico?

¿Y el Estado Islámico? El sanguinario califato salafista ha jugado desde el primer momento a ser la vanguardia del islam suní contra los chiíes, además de contra los cristianos. Tanto Turquía como las monarquías arábigas han apoyado al Estado Islámico a través de mecanismos no especialmente opacos. Por eso ha podido crecer tanto esa locura en el contexto de una guerra civil a cuatro o más bandas. Y así crecido, el Estado Islámico ha terminado configurándose como un agente cuya existencia no resulta del todo inconveniente para nadie. Arabia Saudí y sus hermanos arábigos dejaron de hostigar al EI para volverse contra los chiíes del Yemen. Turquía, con el argumento de que iba a bombardear al EI, atacó a los kurdos. Estados Unidos utiliza al EI como pretexto para acabar con Bachar al-Asad. Rusia dice que bombardea al EI, pero Washington denuncia que en realidad está atacando a la oposición siria. Cada cual juega a su propio juego. El exterminio del Estado Islámico no es realmente una prioridad para nadie.

A fecha de hoy, Moscú está consiguiendo sus objetivos: Al-Asad sigue en el poder, el bloque chií consolida su influencia en Irak y la actual intervención en Siria, previa petición formal de Damasco, le brinda la oportunidad de resolver favorablemente una guerra que tenía perdida. Washington, por el contrario, retrocede, porque toda derrota del Estado Islámico redundará inevitablemente en perjuicio del bloque suní. Turquía se encontrará con un Al-Asad fortalecido. Arabia Saudí verá cómo la facción chií controla un territorio homogéneo desde Irán hasta el Mediterráneo. Israel se hallará ante la pavorosa constatación de que sus enemigos sirios e iraníes forman un bloque común. Por eso los Estados Unidos insisten en cobrarse la cabeza de Al-Asad antes que cualquier otra cosa. Y por eso Moscú no quiere dársela.

Moscú defiende sus intereses, que no son los de Europa. Washington defiende los suyos, que tampoco son los nuestros. Suníes y chiíes hacen lo propio. Y Europa, ¿qué defiende? Hasta el momento, los intereses americanos, que están muy alejados de los intereses europeos. Y sin embargo, Europa va a sufrir de manera muy directa todo lo que pueda pasar allí: por el flujo humano de refugiados, por la eventual interrupción de suministros energéticos, por la amenaza física y material de un yihadismo cuya dimensión se agiganta a medida que el problema se enquista. El desastre de Siria es el apocalipsis de Europa.

¿Para qué sirve realmente la Unión Europea? Más precisamente: ¿A quién sirve?

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