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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El discurso del rey

El rey ha pronunciado esta semana un importante discurso en el Parlamento Europeo. Como en España siempre estamos absorbidos por nuestro ombligo -mejor sería decir llombrígol, en catalán-, los medios de comunicación han subrayado esencialmente los pasajes del discurso relativos al problema separatista. Que sí, que son importantes, pero que no pueden oscurecer las otras muchas cosas que Felipe VI ha dicho ante sus euroseñorías. Porque en esas palabras el rey ha dado numerosas pistas sobre el futuro que nos espera a los españoles e, incluso, sobre el porvenir de la propia corona.

¿Qué ha dicho el rey? Sucintamente: que el horizonte exclusivo de España es Europa. Que nuestro futuro es una Europa unida en lo político. Que esa Europa se concibe a sí misma como espacio económico-político de libertad, democracia y derechos humanos. Que España como realidad histórica va a disolverse en ese magma. Y, en fin, que la Corona ya tiene pensado cómo va a adaptarse a la nueva situación. En otros términos: Felipe VI, quizá sin pretenderlo, ha certificado el acta de defunción de España como Estado-nación. Y eso en el mismo momento en que Gran Bretaña plantea un referéndum para renegociar su estatus nacional en la UE y en Francia encabeza todas las encuestas un partido que, también en nombre de la nación, discute el actual proyecto europeo. O sea que ayer fuimos más papistas que el papa y hoy somos más europeístas que Europa. No está nada mal. Pero vayamos por partes.

Felipe VI subrayó nuestro “anhelo de Europa” y lo remontó a los ilustrados del siglo XVIII. No es una idea original, pero resulta un tanto sorprendente. ¿Quiere decir Su Majestad que Carlos de Habsburgo, o sea Carlos I de España y V de Alemania, no era Europa? ¿Tampoco Felipe II, Felipe III y Felipe IV, reyes de España cuya corona se extendía a Nápoles, Milán, el Franco Condado y los Países Bajos? Ocurre que los borbones españoles –Don Juan Carlos dio abundantes muestras de ello- tienen cierta tendencia a considerar que el año cero de su corona no empieza con los Reyes Católicos, y aún menos con Don Pelayo, sino con Felipe V de Anjou. Es como si la España previa al siglo XVIII les resultara ajena. En términos de historia nacional es un disparate, pero la idea parece muy asentada en la Real Casa.

En lo que sí tiene razón Don Felipe es en decir que “Europa” –entiéndase la Unión Europea- es el referente básico de su generación. El rey nació en 1968. Los españoles nacidos en esas fechas, y sobre todo en los años posteriores, no han recibido más que una idea, repetida y machacada hasta lo obsesivo: Europa es la salvación, Europa es nuestro destino. No ha habido en realidad otro discurso público en nuestro país desde 1975. Para un español menor de 50 años, la palabra “Europa” es una suerte de paraíso terrenal o de nuevo Israel. Todo proyecto nacional se ha subordinado a ese imperativo. Es, en efecto, un mito generacional.

Y bien, ¿qué es esa Europa? ¿Cuál es su identidad, en qué consiste, cómo se define? El rey nos lo dijo: democracia, derechos humanos, libertad. Vale. Pero ¿esos conceptos son específicamente europeos? ¿No podría haber predicado lo mismo el presidente de cualquier nación africana o americana? Democracia, derechos humanos y libertad son conceptos vinculados a la modernidad política, pero no están en el origen de la identidad europea, sino que más bien son su consecuencia. Nuestra forma de entender la democracia proviene de la herencia cultural griega, nuestros derechos humanos provienen de la reflexión cristiana sobre la dignidad del prójimo, nuestra idea de la libertad personal proviene de una larga tradición donde se fusionan lo latino, lo germánico, lo cristiano… Eso sí es identidad europea. Don Felipe abunda en la interpretación de la identidad europea como un relato que nace en la revolución francesa, es decir, el mismo error que comete la tristemente célebre Constitución Europea de Giscard d‘Estaing. O sea que Don Felipe abraza la definición de la identidad europea como una no-identidad.

La corona del futuro

Más allá de lo conceptual, el rey de España se permitió proclamar un objetivo político inapelable: “No hay alternativa a una Europa unida”, dijo. Probablemente es verdad. Pero la política es el terreno de los hechos, de lo material, así que sería bueno saber qué entendemos exactamente por “Europa” y qué entendemos exactamente por “unida”. ¿No es Europa Rusia, nación cristiana de cultura eslava a la que hemos declarado la guerra por el follón ucraniano –otra nación cristiana y eslava- y por el contrario lo es Gran Bretaña, que actúa permanentemente como cabeza de puente de los Estados Unidos y ha anunciado un referéndum para aflojar sus lazos con la Unión? Es difícil explicarlo. En cuanto a la unión, ¿ ha de pensarse necesariamente como unos Estados Unidos de Europa con soberanía popular común, es decir, previa extinción de las soberanías nacionales? Don Felipe abogó muy claramente por la unificación política. Es una opinión muy respetable, pero dista de ser un sentimiento compartido entre los europeos, incluso entre los españoles. Europa, al fin y al cabo, es ante todo una asamblea de naciones.

Por otro lado, ¿es consciente el rey de que su propia corona dejaría de tener sentido en una supranación europea? Desde que los reyes dejaron de desempeñar la soberanía del Estado, la única justificación de las coronas es encarnar la continuidad histórica de la nación. Nadie imagina a la reina de Inglaterra, por ejemplo, reivindicando en Estrasburgo la unidad política de Europa. Porque si declaramos abolida la historia nacional para entrar en una fase nueva, ¿para qué sirve un rey?

Parece que Don Felipe también ha pensado en eso. En su discurso recalcó aquella idea formulada cuando subió al trono: “una monarquía renovada para un tiempo también nuevo”. ¿Eso qué quiere decir? En aquel primer momento no era fácil entender qué significaba exactamente, pero ahora, a la luz de este discurso europeísta, quizá las cosas hayan adquirido mayor claridad. Da la impresión de que el rey piensa en sí mismo como una especie de “puente” institucional que permita mantener la ficción administrativa de una España que ya habría dejado de ser, propiamente hablando, una nación. Es una idea que círculos cercanos a La Zarzuela vienen acariciando desde hace casi veinte años: hacer virar la función de la corona hacia una suerte de lazo que integre territorios nacionales diversos. “Una España unida y diversa”, decía Don Felipe en la tribuna. Sí: diversa porque determinadas comunidades autónomas habrán alcanzado su semi-independencia bajo la cobertura de una reforma confederal de la Constitución, y unida porque, al fin y al cabo, ahí está la Corona como elemento común. ¿Y dónde queda la soberanía nacional española?, preguntará algún ingenuo. Pero, ¡por Dios!, ¿qué soberanía? El nuevo marco de la “Europa-política-unida” habrá resuelto ese problema porque ya no habrá otra soberanía efectiva que la europea.

Esta perspectiva permite entender mejor el singular talante del reproche de Don Felipe al separatismo catalán y, sobre todo, los comentarios posteriores. Al parecer, el gran pecado de Artur Mas no sería tanto romper una nación (España) como intentar crear una nación nueva. No es el separatismo lo que se le reprocha, sino el nacionalismo. No se censura a Artur Mas y sus secuaces por atentar contra una soberanía nacional y una legalidad constitucional, sino por crear un conflicto en el tejido comunitario europeo. Curiosamente, es el mismo fondo conceptual del argumento que el Gobierno Rajoy ha venido esgrimiendo contra el proceso separatista. Y no deja de encajar con todo lo anterior.

Una España desleída, bajo una corona “confederal”, en una Europa que empezará a actuar como auténtico estado soberano. Este es el horizonte. No es nuevo. Pero pocas veces se había formulado con tanta claridad.

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