Auctoritas, non veritas, facit legem. Es la autoridad, y no la verdad, la que hace la ley. El clásico de Hobbes puede parecer cínico, pero es una evidencia: por muy puesta en razón que la ley esté, de nada sirve si no hay una autoridad capaz de imponerla. Puede ocurrir que una ley sea objetivamente injusta y se imponga sólo por la coerción; entonces nos hallaríamos ante un dilema moral que justifica la rebeldía. Pero si la ley es objetivamente justa, racional y además legítima, entonces el recurso a la autoridad no sólo no es arbitrario, sino que es también esencialmente justo. Y al revés, la inhibición de la autoridad es fuente de males sin fin.
Lo que ha hecho el Gobierno Rajoy en Cataluña es, simplemente, ejercer la autoridad legítima del Estado. Nuestros gobiernos deberían haberlo hecho semanas atrás, meses atrás, años atrás. Es precisamente esa cobarde demora lo que confiere una atmósfera tan traumática a las decisiones presentes. Pero si se hubiera esperado aún más, todavía peores habrían sido las consecuencias. Al final, la disyuntiva era simple: o reventar un absceso con el consiguiente ruido, o dejar que el absceso creciera hasta inundarlo todo. La moraleja de esta historia no puede ser «es malo ejercer la autoridad», sino la contraria: «Es preciso ejercer la autoridad permanentemente».