Jordi Pujol es un hombre imprevisible. Todo depende de su estado de Ć”nimo. Puede dedicarle una hora o medio segundo, saludarte o no. SonreĆrte o reƱirte en un avión: āEn lo que has escrito de tal cosa, no tienes razónā.
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Si tiene hambre come. Si es el primero da igual. Si hay seƱoras tambiĆ©n. Si llega tarde, no se disculpa. Era asĆ de joven y no creo que los 84 aƱos lo mejoren. Tiene, eso sĆ, una memoria prodigiosa: nombre, caras, lugares, lecturas. Todo perfectamente archivado.
TodavĆa no he comprendido bien como una familia austera, que toma vino a granel con gaseosa en la casa de Queralbs, ha dado paso a un clan de obsesos por el dinero; cuando al āpareā solo le obsesionaba el poder. Pujol se movĆa sin dinero en el bolsillo, cuando le apetecĆa comprar un libro de un escaparate se lo pedĆa a cualquiera que lo acompaƱase, periodista o visitas, incluidas.
Con la mejor intención, creĆ que no seguĆa las andanzas de su primogĆ©nito, el que puso los mĆ”rmoles del El Prat, un millón de metros cuadrados y luego se rompĆa porque era mĆ”rmol de paredes, no para ser pisado. Tuve el dudoso honor de ir a ver a Pujol con el primer pufo de su primogĆ©nito un fiasco empresarial con una firma informĆ”tica en el Maresme. Le entreguĆ© los papeles que los afectados llevaban al Juzgado y le dije con el mĆ”ximo respeto: āSi no interviene, esto serĆ” un problemaā.
Ćl me respondió con un gruƱido y meĀ giró la cara. Yo dije adiós y me fui. Nunca mĆ”s fui llamado a su despacho de trabajo presidido por aquella mesa ovalada, junto al sofĆ”, donde echaba cabezadas, custodiado por Carme Alcoriza. Aquel dĆa deduje que el clan lo querĆa todo.
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