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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Haciendo de República

“Haciendo de República” es el título de un conocido –y delicioso- volumen de Julio Camba sobre los años republicanos de 1931. El título es tan expresivo que requiere poco comentario: la República de 1931, la II República, era tan sectaria, y sus gentes tan mediocres, que aquel régimen invitaba a las comparaciones escatológicas. Sobre todo desde una derecha que nunca fue aceptada por los gerifaltes republicanos. Aquella fue una “república hemipléjica” a la que sólo le funcionaba la mitad del cerebro. La mitad izquierda.

La otra noche, al calor de la noticia de la abdicación del rey, muchas plazas de España se llenaron de multitudes que festejaban la caída del Borbón y el advenimiento triunfal de una III República. En ese desquiciado juego de rol que vivimos desde que el infausto ZP nos hizo viajar al pasado, estas gentes salieron a la calle como si estuviéramos en el 14 de abril de 1931 y, aún más delirante, como si el anuncio de una pronta abdicación en un heredero fuera lo mismo que una huida al exilio. Penoso. Con todo, el espectáculo fue elocuente sobre el carácter hemipléjico del republicanismo español: aquí, en efecto, la República es cosa de izquierdas, incluso de extrema izquierda. La derecha no tiene una idea republicana; no la ha pensado nunca. Lo más parecido que tuvo, que fue el republicanismo inicial de los “padres” de 1931, ya sabemos cómo acabó: devorado por la izquierda porque le faltó pueblo en la derecha.

La monarquía es seguramente un régimen muy perfectible. La república también lo es. Ocurre que la bondad o maldad de la república o la monarquía no descansan sobre el modelo de Estado en sí mismo, sino sobre su capacidad para asegurar el poder público, para garantizar la soberanía nacional, para preservar los derechos ciudadanos, para asegurar la continuidad histórica de la nación, etc. Hay repúblicas sublimes y otras abominables, y hay monarquías excelsas y otras despreciables. En nuestra historia nacional ha habido monarquías funestas y otras bastante más estimulantes. Pero sólo ha habido dos repúblicas y ambas han sido calamitosas. No por ser monarquías o repúblicas, sino por la calidad de quienes las diseñaron y ejercieron el gobierno.

Sobre el papel, no hay por qué renunciar al ideal de una sana república de ciudadanos libres y familias sólidas, de “hombres honrados y mujeres virtuosas”, como decía Octavio Augusto (el mismo, ciertamente, que terminó convirtiendo la república en imperio). Pero ese ideal, en los tiempos que corren, puede alcanzarse tanto con corona como sin ella, porque hoy nadie discute el principio de que la soberanía nacional descansa en el pueblo. Desde este punto de vista, el debate entre república o monarquía es perfectamente superfluo: los mismos objetivos de libertades públicas y soberanía nacional pueden alcanzarse indistintamente con cualquier régimen. Es un hecho que nuestra monarquía, hoy, se ha mostrado ineficaz a la hora de afrontar retos esenciales como el separatismo. Pero basta mirar a los que enarbolan la ridícula bandera tricolor (ridícula por antihistórica, porque es fruto de un error infantil) para vaticinar sus insuficiencias.

La monarquía vigente, tal y como quedó diseñada en 1978, ha sido la clave de bóveda de un sistema que hoy llega a su fin. Aquel sistema descansaba sobre el consenso perpetuo de dos grandes formaciones moderadas, una a derecha y otra a izquierda, con concesiones permanentes a unos nacionalismos regionales igualmente moderados, y aquel consenso y estas concesiones incluían también la estabilidad de las oligarquías económicas y la entrega de la cultura social a la izquierda y los separatistas. Hoy, 36 años después, aquel sistema ha quedado completamente sobrepasado por los acontecimientos y por sus propios errores: la izquierda (en gran parte) ha dejado de ser moderada, los nacionalismos también, la oligarquía económica empieza a ser percibida como un agente enemigo por una sociedad depauperada, la clase política se hunde en la corrupción y la cultura social empieza a preguntarse qué sentido tiene una corona. O sea que, si la monarquía ha de continuar, deberá hacerlo desde otras bases. Porque las actuales sólo han conducido al colapso.

¿Lo haría mejor una república? La pregunta es infantil. Con la clase política que tenemos, las oligarquías económicas que tenemos, los intelectuales que tenemos y –no callemos nada- el pueblo que tenemos, ¿cree alguien realmente que una república subsanaría los desaciertos de la monarquía? No habría ninguna diferencia. Y, todavía peor, habríamos hecho desaparecer uno de los pocos elementos que aún permiten hablar de la continuidad histórica de la nación.

Es verdad que necesitamos una profunda regeneración política, reformas económicas de gran calado, un impulso de reunificación nacional y un vasto programa de desinfección moral de la sociedad española. Si hubiera una fuerza republicana dispuesta a abanderar estas cosas, quién sabe: quizás con una república nos iría mejor. Pero no hay tal fuerza ni se la ve en el horizonte. Lo que se ve es un republicanismo obtuso de émulos de Nicolás Maduro y nostálgicos de Largo Caballero y Carrillo, sectarios e intolerantes, dispuestos a dejar fuera de la circulación a media sociedad. O sea, “Haciendo de República”. Más vale no pasar por ahí.

Y la Corona, ¿está en condiciones de afrontar las necesarias tareas de rectificación del sistema de 1978? No lo sé. Pero es una evidencia que, con unos republicanos echados al monte de la demagogia radical, sólo la monarquía garantiza una convivencia decente. Y tal vez alguien, por qué no, pueda hacer ver al que pronto será nuevo monarca dónde están sus principales obligaciones.

En plata: entre un mal mayor y un mal menor, sólo cabe escoger el mal menor. Y una vez escogido, habrá que intentar que se transforme en un bien. El verdadero combate está en este último objetivo. Y para eso, lo mismo da una república que una monarquía; lo único importante es que España sobreviva como agente histórico. ¿Quién se apunta?

 

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