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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Los inteligentes y los listos. Por José Javier Esparza

La cosa se puede resumir así: alguien en La Moncloa decidió que, para hacer frente al desafío separatista, lo mejor era no hacer demasiado ruido, no enseñar mucho la bandera –para “no provocar”- y, en vez de hablar en nombre del Estado, es decir, en vez de hacer Política con mayúscula, sofocar el trance con cuatro pases en la trastienda. Resultado, a fecha de hoy: quizás el problema catalán termine –de momento- agotándose en sí mismo, pero, mientras tanto, se ha transmitido a la inmensa mayoría de los españoles una angustiosa sensación de debilidad, de fragilidad, esa triste impresión de que su Estado, su nación, España, carece de fuerza para imponerse a la voluntad de una minoría separatista.

Es muy peligroso que un político se considere inteligente cuando, en realidad, sólo es listo. El listo se bandea, se mueve bien, finta con soltura, salva el culo y flagela al adversario, pero sus maniobras se agotan en el corto plazo y, frecuentemente, no van más allá del propio interés. Por el contrario, el inteligente es el que sabe pelear a largo plazo y con todo el mapa en la cabeza, el que comprende el alcance general de sus acciones y entiende que sus maniobras no le comprometen sólo a él, sino al Estado en su conjunto. En España sobran listos y falta inteligencia política. Hoy como ayer. Estampa deprimente: a un tipo se le ocurre una ideíca, llega al despacho del jefe, la cuenta, sonríe astuto y cierra con un “qué listos somos, ¿eh?”. Acto seguido la ideíca se lleva a la práctica y termina creando más problemas que otra cosa. Así le ha pasado al PP con el asunto de Cataluña.

La política española, desde los tiempos de Fernando VII, suele incurrir en la mala costumbre de pensar que los problemas se arreglan mejor bajo cuerda y a oscuras que con las cartas sobre la mesa. Es una política de listos, con muy poca inteligencia. El caciqueo de la Restauración fue un ejemplo eminente y los políticos de esta segunda restauración que es el Sistema de 1978 no lo han hecho mejor. Por ejemplo, pasteleo –y muy siniestro- fue lo del PSOE con los GAL, cuando nadie habría reprochado al Gobierno de entonces actuar a cara descubierta y con la ley en la mano. Y pasteleo ha sido también lo del PP con el problema catalán, esa politiquería mezquina del micrófono oculto y el mercadeo a puerta cerrada. ¿En qué se parecen un caso y el otro? En esto: en preferir la maniobra de salón en vez de enarbolar el poder del Estado. “Qué listos somos, ¿eh?”, debió de pensar alguien en La Moncloa. Lo peor es que otro alguien de mayor rango concedió que, en efecto, “somos muy listos”. Y ahí siguen, convencidos de que son muy listos mientras el país entero se llena de lodo. 

En La Moncloa no se han dado cuenta aún de que su política es, tal vez, de listos, pero es muy poco inteligente. Tampoco lo es más, por cierto, la de quienes creen –como Pedro Sánchez- que todo se arregla aumentando la lista de las concesiones, expediente que no sería más que un remedio temporal y, aún peor, un acicate para nuevas exigencias. Política inteligente será sólo la que se haga la siguiente pregunta: qué tengo que hacer para que esto haya dejado de ser un problema dentro de veinte años. Pero mira uno a los escaños de las Cortes y no ve frentes capaces de soportar semejante esfuerzo. 
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