Juan Pablo II fue el papa de la reconstrucción. Es eso lo que le hace Magno. Reconstrucción, ¿de qué? De una Iglesia que a finales de los 70 estaba al borde del colapso por la presión externa, por la corrupción interna, por las desviaciones doctrinales, por la secularización rampante en todos los ámbitos de la vida, por las consecuencias ideológicas de la “guerra fría”, por los coletazos –aún hoy perduran- del nihilismo moral del 68… Aquellos años, que no tuvieron nada de maravillosos, llevaron a la Iglesia a una situación delicadísima, de templos vacíos y corazones fríos. Y entonces llegó él.
Era –recordemos- octubre de 1978. En aquel año la Unión Soviética intervenía en Afganistán, las Brigadas Rojas asesinaban a Aldo Moro, en Nicaragua triunfaba la revolución sandinista, había golpes de estado en Bolivia y Honduras, Irán empezaba a arder bajo las prédicas de los ayatolás, el Vaticano se ensombrecía por escándalos financieros mientras en las parroquias populares empezaba a correr como la pólvora –y no es sólo una metáfora- la Teología de la Liberación… La Iglesia había sufrido la conmoción de ver cómo un papa, Juan Pablo I, moría en circunstancias anómalas tras sólo 33 días de pontificado. Había muy pocas razones para que los católicos vieran su futuro con optimismo. Hasta que el Espíritu Santo puso su dedo sobre aquel polaco -¡Dios mío, un polaco!- de 58 años, aspecto atlético y acento impenetrable en una voz inusualmente viril.
Todos los pontificados son decisivos, pero el de Juan Pablo II lo fue de una manera especial porque cambió el curso de las cosas no sólo dentro de la Iglesia, sino también fuera de ella. Juan Pablo II fue el papa del retorno de la confianza, del desprecio al miedo, de la derrota del comunismo –ya quisieron matarle por ello y aún no se lo han perdonado-, del diálogo con otras confesiones, de la redefinición doctrinal en busca de la pureza de la fe… Fue también el papa viajero que pregonó en vivo la Palabra por medio mundo, y el papa mediático que entendió mejor que nadie el papel de la televisión (y luego, de Internet) en la formación de las conciencias, y el papa político que asumió sin complejos la función que corresponde a la Iglesia en la vida terrenal.
Quizás el mejor modo de calibrar el peso determinante de este hombre –de este santo- en la vida de la Iglesia es mirar en las parroquias y en los seminarios y preguntar cuántas vocaciones se encendieron a partir de su luz personal y pastoral. La capacidad de liderazgo espiritual de Karol Wojtyla ha sido y es aún portentosa. Lo fue durante sus casi 27 años de pontificado y sigue actuando como referencia para infinidad de católicos en todo el mundo. Juan Pablo II supo incluso extender ese liderazgo hasta sus duros años finales, cuando, abrumado por la enfermedad, se obstinó en morir con las botas puestas ante un mundo que empezaba a preferir la eutanasia al sufrimiento. Hasta en eso supo el papa magno dar ejemplo de cómo llevar la Cruz.
Su sucesor, Benedicto XVI, cuando aún era cardenal Ratzinger, dijo que toda la vida de Juan Pablo II podía resumirse en una palabra: el “Sígueme” que Jesús resucitado dirige a San Pedro. En el fondo, sí, eso es todo. Juan Pablo II siguió. Y cuando le tocó a él llevar el báculo, supo levantarlo de tal modo que una inmensa muchedumbre le siguió a su vez. Por eso fue tan grande. Por eso su canonización va a ser una de las más celebradas de la larga, larguísima Historia de la Iglesia.