«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

¿Diálogo? ¿Qué diálogo?

Una de las peticiones recurrentes al Gobierno en relación con los nacionalistas vascos y catalanes -que son los de confesado proyecto separatista- es la de que entable un diálogo permanente con ellos en vez de gobernar a golpe de leyes, decretos y ejercicio del poder. Suena bien: siempre es mejor buscar zonas de encuentro que liarse a mamporros, aunque sean mamporros jurídicos. Hablando se entiende la gente: ya se lo dijo el Rey a Ernest Benach, ese prócer de origen humilde que pasó directamente de jardinero a diputado catalán por Esquerra Republicana y presidente del Parlamento autonómico con limusina oficial A8 tuneada y todo. El presidente del Gobierno también ha repetido muchas veces su disposición al diálogo con los independentistas. La palabra diálogo parece una especie de ábrete, sésamo de virtudes casi taumatúrgicas.

Sin embargo, a poco que se piense se llegará a comprender que el diálogo entre un Gobierno que de ninguna manera aceptará la desmembración de España y un partido separatista que de ninguna manera renunciará a la independencia es, sencillamente, imposible que llegue a ninguna zona de encuentro. Todo lo más, el acuerdo a que pudiera llegarse sería el contener durante un tiempo los pujos separatistas a cambio de una gran cantidad de dinero; pero eso, además de no ser ninguna solución de nada, constituiría una grave injusticia con las comunidades cuyos recursos económicos quedarían mermados por semejante apaño.

Algo parecido a esto se ha venido practicando desde que se aprobó la Constitución de 1978. Podría decirse que este avío no deja de ser una especie de solución sin tener que recurrir a la fuerza física para mantener el orden constitucional; pero su carácter precario es evidente. La única solución que se me alcanza es que se produjera un cambio de mentalidad en la población civil que alejase democráticamente del poder autonómico a los partidos que propugnan la secesión, lo que tendría además el resultado de desvanecer todo peligro de crisis que desembocase en violencia.

Como es natural, un diálogo en estos términos entre Gobierno y líderes nacionalistas es impensable. E incluso si imaginásemos una secesión de Cataluña o el País Vasco como salida, de una vez por todas, de esta pesadilla, seguiríamos sin resolver nada: la carcoma separatista continuaría, esta vez con reclamaciones territoriales (en el caso catalán, Valencia y las Baleares; en el vasco, Navarra). En suma: no hay nada razonable que pueda obtenerse con la receta del diálogo. En las condiciones presentes, el político que predique el diálogo en realidad nos está diciendo que no tiene la menor idea de qué tiene que hacer.

 

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