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El 'wokismo' no reconoce ningún principio limitante

La industria del «auténtico yo» (II): la sociedad que odia a los niños

Activismo trans. Europa Press

El año pasado se publicó el libro Lost in Trans Nation. A Child Psychiatrist’s Guide Out of the Madness, de la psiquiatra Miriam Grossman. En su presentación la médica buscaba alertar sobre una epidemia trans que afectaba a adolescentes, especialmente mujeres. «En todo nuestro país se están cometiendo atrocidades en los consultorios médicos y quirófanos de los hospitales. Los niños y adolescentes físicamente sanos quedan permanentemente desfigurados y, en ocasiones, esterilizados. Esos jóvenes dicen que son transgénero, y se supone que nosotros (sus padres, maestros, terapeutas y médicos) debemos estar de acuerdo con su autodiagnóstico y pasar a un segundo plano mientras toman la decisión más importante de sus vidas: alterar sus cuerpos. Las autoridades médicas, educativas y gubernamentales nos aconsejan apoyar los «viajes de género» de los niños aún en desarrollo, incluidas las intervenciones médicas con poca evidencia de mejora a largo plazo. Esto no sería aceptable en ningún otro campo de la medicina».

Grossman estudió particularmente los contenidos de educación sexual en las escuelas y señaló que lo que se enseña no es biología sino un sistema de creencias, una teoría del marco de los estudios sociales comúnmente conocida como «perspectiva de género». Esta teoría enseñada como verdad revelada desde una posición de poder que reside en el docente y en la institución educativa avalada desde las más altas esferas de la élite política, se vuelca acríticamente sobre niños, adolescentes y jóvenes a los que se insta a considerar que su sexo biológico puede ser rediseñado en caso de que se sientan incómodos o incluso a los meros fines exploratorios, con el objetivo de dar con su “verdadero yo”. Según la psiquiatra esta persistencia en inculcar la teoría de género especialmente en edades tempranas es una celebración de la negación de la realidad. «En los últimos años hubo un crecimiento explosivo de personas que buscan tratamiento por disforia de género —dice Grossman—. Es una histeria, una ola, un tsunami».

No fue Grossman la primera ni la única en dar cuenta del fenómeno. A raíz del descomunal aumento de consultas de niños y adolescentes sobre las identidades de género autopercibidas, a mediados de 2020 se pidió a la eminente pediatra Hilary Cass que realizara una investigación sobre cómo el Servicio Nacional de Salud de Gran Bretaña (NHS) atendía a los niños y adolescentes que experimentan una incongruencia de género, y que eran derivados en cantidades alarmantes al Servicio de Desarrollo de Identidad de Género (Gids) administrado por Tavistock and Portman NHS Foundation Trust, un fideicomiso especializado en salud mental con sede en el norte de Londres. La investigación estaba más que justificada, entre 2011 y 2012, hubo menos de 250 derivaciones al servicio, mientras que entre 2021 y 2022, la cifra había aumentado a más de 5.000. La Dra. Hilary Cass publicó hace pocos días su informe final con un resultado devastador que denuncia la toma de decisiones en la implementación de tratamientos de cambio de sexo irresponsable, sin estándares probatorios ni registros regulares en Gids. El escándalo recién empieza.

Se podría pensar que la ciencia y la medicina estarían exentas de la fiebre woke que ha infectado otros ámbitos de la vida como la política o el entretenimiento. Pero dado que la metástasis se extiende a los ejércitos, los controles aéreos y otros espacios históricamente menos permeables al vaivén ideológico, lo cierto es que la epidemia trans de la que hablan Grossman, Cass y otros médicos no sorprende. La ciencia médica ha jugado, en todo el mundo, un papel deplorable de sumisión al poder político en el Siglo XXI, y en el caso de la medicina «trans» ha permitido tratamientos aberrantes sin condenar las extrañas intervenciones realizadas en niños en nombre de la ideología.

Recién ahora se empiezan a conocer condenas y muchos países están revisando los tratamientos que, hasta hace unos meses, las autoridades médicas y los funcionarios consideraban cruciales. Ahora en varios países han sido prohibidos estos tratamientos para menores, pero años después de que se hicieran masivos y casi obligatorios. Esto demuestra que con el tipo adecuado de narrativa y con el andamiaje institucional necesario, los médicos pueden, mayoritariamente, hacer cualquier cosa.

Justamente la narrativa del “yo auténtico” fue la que contó con el andamiaje institucional que le permitió un crecimiento sin precedentes. Es la ideología que sostiene la validez pétrea de la autopercepción a sola firma y que abarcaba los deseos de niños pequeños, personas con trastornos psiquiátricos, adictos, personas a las que la autopercepción les permitía mejores condiciones carcelarias, delincuentes sexuales y un largo etcétera. Es la ideología política que sostiene que no seguir la corriente de los “autopercibidos” y el negarle a las personas (aún a los niños pequenos) las terapias de conversión es causal de consecuencias psicológicas y de suicidio. El mainstream de los medios ha repetido acríticamente esta narrativa difundida durante años, con cifras incomprobables e infladas que luego se utilizaron para atormentar a los padres que se negaban a someterse, llegando en algunos casos a privarlos de la custodia de sus hijos.

Los historiadores del futuro recordarán con horror lo que las sociedades occidentales le han hecho a sus hijos en nombre de la ideología transgénero. No sólo se los ha dirigido hacia tratamientos farmacológicos o cirugías aberrantes sin rigor científico, sino que se los ha bombardeado con un marketing cómplice que les grita desde las pantallas que existen infinitas identidades de género y que estas pueden ser compradas y suministradas. El marketing del “yo auténtico” es en gran parte responsable del crecimiento de la epidemia que denunciaba Grossman. Marcas de belleza como Dove sostienen: «Ser tu yo auténtico: Ya sea trans o no binario, descubrir tu yo más auténtico es como revivir la adolescencia. Escucha a Anna, Angelica y Myles hablar sobre cómo adoptar rutinas de belleza y cabello que les ha ayudado a formar sus identidades, cómo navegar por el estilo y los nuevos cambios corporales puede parecer una segunda pubertad y cómo deleitarse con su autenticidad ha fortalecido su autoestima». También Maybelline promete encontrar el verdadero yo a través del maquillaje. Y para los más pequeños tenemos al gigante de los cereales Kellogg: «El cereal Together With Pride, nuestra nueva y deliciosa receta presenta corazones de arcoíris con sabor a bayas espolvoreados con brillantina comestible. No podemos esperar a que los fans prueben nuestra última edición limitada porque las cajas son para cereales, no para personas» diciendo a los niños que su verdadero yo está atrapado en una caja de la que pueden escapar y animándolos a escribir los pronombres que elijan según su autopercepción.

Los gobiernos han sido cómplices de este escándalo, junto con organismos internacionales, ONG, medios de comunicación y escuelas. Pero sobre todo fue la sociedad la que mayoritariamente ha observado impasible lo que estaba (y está) sucediendo, y se ha mantenido en silencio, ansiosos de no ser denunciados como intolerantes. Esto sólo pudo suceder en un ambiente generalizadamente sesgado, condescendiente y cobarde en el que los pronombres y la autopercepción pasaron a ser elementos capaces de crear realidad. Lo que el informe de la Dra Cass viene a refutar ese relato al que se ha sometido a niños y padres. Un ejercicio de la ingeniería social desaforado, propio de una invasión de mengueles que sostiene que el desarrollo y crecimiento de un individuo se puede poner en pausa con medicamentos, con hormonas, hasta crear una persona del sexo opuesto sin pagar un lacerante costo por eso.

Hasta hace pocos meses, la mentira de la reversibilidad sin consecuencias de estos tratamientos era permitida sin que la comunidad médica en su conjunto se atreviera a desmontar la locura. Las presiones del lobby político han hecho que muchos médicos tengan miedo de trabajar en esas especialidades. En una entrevista con Jordan Peterson, la Dra Grossman explicaba que no existen suficientes estudios e información sobre los efectos de las transiciones de género pero que la legislación y la presión política acorralaban a los profesionales y a los padres en todo occidente y que la indicación a nivel mundial es que ningún maestro o profesor secundario debía contradecir el deseo de un niño porque, entre otras cosas, estaría violando las numerosas leyes trans que se han dictado coordinada y simultáneamente en el mundo occidental.

«Hay pocas otras áreas de la atención médica donde los profesionales tengan tanto miedo de discutir abiertamente sus puntos de vista, donde las personas son vilipendiadas en las redes sociales y donde los insultos reflejan el peor comportamiento de intimidación. Esto debe parar”, afirma la Dra. Cass, que sugirió en su revisión que se “entró en un terreno donde había opiniones fuertes y ampliamente divergentes que no estaban respaldadas por evidencia adecuada. El ruido circundante y el debate público cada vez más tóxico, ideológico y polarizado han hecho que el trabajo sea significativamente más difícil y no hace nada para servir a los niños y jóvenes que tal vez ya estén sujetos a un importante estrés». Lo cierto es que los tratamientos, actualmente muy publicitados para jóvenes, dan de lleno en un momento del desarrollo en el que las personas están vulnerables y eventualmente angustiadas, un momento muy especial de la vida, que es el que aprovecha la industria del «yo verdadero» para ofrecerles con despreciable descaro una ficción: mantener su camino a la adultez en animación química suspendida.

El elefante en la sala es que no se trata de un problema sanitario sino ideológico. Es una ideología radicalizada, totalitaria, contradictoria y revanchista que abusa de niños incómodos o desconcertados, prometiéndoles que las drogas, el marketing y los bisturíes son capaces de proporcionarle «una mejor versión de sí mismos» aún si es necesario que se corten partes importantes de su cuerpo. Y se supone que padres, médicos, profesores, y la sociedad en su conjunto deben aceptar ese autodiagnóstico impulsado ​​por el adoctrinamiento y el contagio social. El wokismo es una ideología que no reconoce ningún principio limitante. Esta teoría impone que los terapeutas e incluso los padres no deben interponerse en la búsqueda del “yo auténtico” de niños a los que aún se está enseñando a no meter los dedos en los enchufes o cómo usar un par de tijeras. Una ideología que cree poder crear espacios “neutros” para los que los niños no se identifiquen con el “género asignado al nacer”, en la convicción de que el sexo es algo plantado coercitivamente a los neonatos al azar y con malicia.

El gran engaño ya no se puede sostener y poco a poco los políticos y burócratas irán siguiendo el camino de quienes están desandando la narrativa trans con la misma convicción con la que la abrazaron en primera instancia. Son viles, son acomodaticios, pero ante todo son serviles y cobardes. Si la tendencia se inclina por empezar a juzgar a quienes ordenaron tratamientos de «afirmación y conversión» de sexo sin evidencia científica y sin adecuarse a los parámetros de la ciencia médica, fingirán en manada demencia. Lo están haciendo hoy mismo con los nefastos efectos de los encierros del bienio covídico, lo hacen con miles de temas.

La Dra. Cass acaba de exponer a los ojos del mundo el accionar que se puso en boga y que obligaba a aceptar lo que el niño «dice ser» basado en la teoría queer del «género como constructo». La idea de que cientos de miles de niños y jóvenes están «atrapados» en el cuerpo equivocado es una interpretación que no responde a la ciencia, sino a un lobby que en el futuro será señalado como responsable de una terrible masacre. La medicina, en este campo, actuó a pesar de una grave falta de evidencia sobre el impacto a largo plazo de los bloqueadores de la pubertad y las operaciones mutilantes, la política le dio andamiaje institucional y financiamiento y la sociedad calló. Por temor a ser señalada como intolerante o fóbica, la sociedad del Siglo XXI dejó crecer a la aberrante industria del «auténtico yo». No hay un futuro feliz para las sociedades que por indignidad sacrifican así a su cría.

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