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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El derecho, la ley y los reglamentos

23 de junio de 2016

Confundir estos conceptos, como parece que en estos momentos de confusión histórica está ocurriendo,  entraña un enorme peligro para la evolución del modelo de sociedad en el que hasta ahora hemos vivido, este modelo jurídico que se ha conseguido en Occidente tras ímprobos esfuerzos, sacrificios, guerras y  revoluciones,  si se pierde, va a costar mucho recuperarlo.  

No es que no haya otros modelos de orden social: hay, desde tiempos inmemoriales, sistemas alternativos de gobierno legales, y desde luego en el propio mundo actual, también existen  formas de entender el derecho y la ley diferentes a nuestro punto de vista tradicional del tema.

Se está olvidando que el derecho es anterior y más importante que la ley, el sentido del derecho es consecuencia del razonar, el sentir colectivo de la experiencia y una serie de premisas de orden ético y de justicia, cuyo propósito es solventar los problemas que surjan entre los humanos en una colectividad para preservar el orden social. El derecho se liga a la justicia, “A cada uno lo suyo…”  decía ya Ulpiano,  su propósito es evitar venganzas, males mayores, y resolver problemas planteados por la convivencia, no establecer un “nuevo orden social” a través de la imposición de normas que obedezcan a una determinada visión de lo que debe ser ese  orden social, o la última moda del sentir colectivo según los criterios de unos mesías teóricos volcados en imponer su visión del mundo…   

La ley, en concreto, debe ser  la materialización en el tiempo y en el espacio de unos criterios que obedecen a derecho,  según la filosofía jurídica imperante, y es por definición variable y contingente, debe ser entendida como tal, y aplicada en consonancia por la magistratura. La ley viene determinada por su origen que es el órgano “legislativo”, que es donde pueden intervenir criterios políticos, pero siempre y cuando esas leyes sigan los imperativos del derecho con mayúsculas, y debe ser aplicada por el órgano “judicial” según las teorías, hoy predominantes en Occidente, al menos de momento, a ser posible de la forma más independiente posible. Aunque esto no está siendo así.

Hoy se está confundiendo el papel equilibrador y resolutivo  de conflictos de las leyes y de la judicatura, sustituyendo su función por una visión de transformación social, es la teoría marxista del derecho, que tiende a querer reestructurar la sociedad conforme a unos criterios propios y eso se está imponiendo en los tribunales, de la mano de jueces ideólogos, siendo dependientes las sentencias, en casos clave, de la adscripción ideológica del magistrado y no de consideraciones estrictamente jurídicas. A la larga eso produce, como mínimo, desconcierto, en un tema tan importante como el orden social, ya que se acabarían por imponer principios dispares dependiendo de la inclinación del legislador o del magistrado.

En resumen: un sistema que no solo no acabe por resolver los conflictos elementales de toda sociedad, sino que los complica y emborrona, con una intencionalidad diferente a la jurídica propiamente dicha, a la larga acaba minando la fiabilidad del sistema.

Los reglamentos no son más que:”las instrucciones de la lavadora”, que en ningún caso deben afectar a la ingeniería básica del electrodoméstico; las disposiciones de orden menor, según la propia jerarquía de las leyes, no deben obstaculizar la aplicación de una ley o violentar un principio general,  ni desvirtuar el contenido del derecho encasillando las obligaciones y derechos a las partes afectadas.

    Los ideales y objetivos sociales, pueden ir, y de hecho lo hacen, cambiando a lo largo del tiempo, pero esos cambios se han de ir produciendo en la medida que encajen en nuestro concepto de justicia y equidad, el acumulado a lo largo de una serie de siglos de experiencia no al albur de la última teoría social,  de una manera prudente y paulatina. Nuestro sistema, cuyos frutos a la hora de analizar los resultados, difícilmente puede ser acreedor a otra valoración de que ha sido aquel que más bienestar ha proporcionado a un mayor número de personas a lo largo y ancho de la historia y geografía del mundo, no digo que sea perfecto ni mucho menos, sino que es el que mejor ha funcionado, no debe ser dinamitado por una serie de redentores proféticos, por muy intelectualmente dotados que estén o interés que despierten sus teorías.

  Todos los profetas del nuevo mensaje están empeñados, desde la década de los 60, a llevar la “revolución a la cultura” (Es la moda intelectual en Europa y América) cuando en los 90 descubrieron que económicamente lo que había más allá del telón de acero o de bambú, era una monstruosidad, que no funcionaba. Quizá este rechazo académico al sistema, provenga de la eterna insatisfacción del hombre intelectual frente al hombre de acción, ofendidos inconfesablemente en cierta manera, porque la sociedad contemporánea no les da el protagonismo político y de gobierno que creen que se merecen.  ¡Vanidad humana al fin y al cabo…!

 Sueñan algunos,  en el mejor de los casos idealistas, ser reformadores de la naturaleza humana, una naturaleza humana que se resisten a aceptar como es: vulnerable, débil y egoísta, un ser humano que en  el fondo les produce rechazo, por sus insuficiencias,  decepcionados con nuestra propia naturaleza colectiva,  es como si dijeran: abogo por mi derecho al suicidio, pero llevándome a la colectividad por delante. ¡Ya que no os puedo redimir, ya que no queréis redimiros, y tampoco nos dais el poder que necesitamos para cambiar vuestra forma de ser, vamos a dinamitar el sistema!   

   En el antiguo testamento tenemos infinidad de profetas en este sentido, nada nuevo, y las consecuencias de sus interferencias  idealistas han causado estragos desde Platón hasta Lenin o Mao. Fascinando a las masas en un primer momento para tener luego que sufrir las consecuencias.

 

  Por ello intentemos frenar esta descomposición de los principios básicos, y el derecho occidental es una de nuestra mayores conquistas, con todos sus defectos, por lo menos denunciemos esta deriva letal,  llevada a cabo, desgraciadamente, con resentimiento, por algunas de las mentes más preclaras de nuestra cultura contemporánea. ¿Es que ya no creemos en nosotros mismos? Si eso fuera así, es el fin y mereceremos desaparecer como tantos pueblos y sistemas que sobre la tierra han caminado.

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