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las élites de todos los signos no lo vieron venir

Chalecos verdes como síntoma: el miedo ha cambiado de bando

Protesta de los transportistas contra el Gobierno de Sánchez. Twitter Chalecos verdes
Protesta de los transportistas contra el Gobierno de Sánchez. Twitter Chalecos verdes

El miedo ha cambiado de bando, escribía con acierto el periodista Agustín Benito desde la manifestación de los transportistas del viernes en Madrid. Miles de trabajadores protestaban ante el ministerio competente por el encarecimiento de los combustibles que ha provocado que les salga más barato quedarse en casa que ir a trabajar.

Los manifestantes portaban banderas de España, ikurriñas, gallegas, andaluzas, extremeñas… y hasta una tricolor de la segunda república. El rompeolas de todas las Españas del poema se hacía carne ante el horrible edificio ministerial de estilo soviético. La transversalidad, fenómeno tan inhabitual en nuestro país como temido por las élites, se materializaba en la protesta de los chalecos verdes. Ningún incidente, por cierto, entre los miles de asistentes a los que Moncloa y sus lacayos mediáticos tildan de ultraderechistas.

El espantajo estéril de que viene la ultraderecha suma cada vez menos adeptos y el motivo no es ningún secreto. Los españoles están preocupados por llegar a fin de mes, a poder ser, sin bajar la calefacción a 17 grados, poner velas en casa o ir en patinete al trabajo, remedios, todos ellos, patrocinados por la agenda 2030 con Ana Botín y Josep Borrell como punta de lanza de un movimiento que viaja en jets privados y come carne en los mejores restaurantes.

Es probable que el Gobierno no encuentre remedios para un problema de fondo -la pérdida de la soberanía energética- imposible de resolver para un ferviente devoto de la religión climática. Incluso acertando en el diagnóstico el problema no se resolvería, pues la receta de la transición energética -ya lo estamos comprobando- implica el cierre de centrales nucleares y la dependencia energética de países terceros. Sin un plan a medio o largo plazo, la izquierda Greta de sonrisas, magdalenas y carriles bicis (“en 2030 no tendrás nada y serás feliz”) es un gigantesco campo de concentración para los trabajadores.

De esta manera se entiende la negativa de Sánchez a bajar masivamente el IVA y el impuesto a los hidrocarburos para abaratar el precio de la gasolina. Sencillamente no puede. Es pura ideología, cuestión de principios (no los de Sánchez, que no los tiene, sino los de la 2030 que aplica con disciplina). Si lo hiciera colisionaría con el plan (el modelo chino) de destrucción de las clases medias perpetrado por los gobernantes occidentales que se miran en el modelo pekinés de control total y sometimiento de la población.  

Quizá esto explique el giro proteccionista que desde hace más de un lustro está experimentando occidente. Proteccionismo como forma de autodefensa, como último bastión y escudo bajo el que el ciudadano medio se parapeta ante el vendaval de impuestos verdes, desindustrialización, prohibiciones y cesión de derechos que entregamos a diario con el aplauso generalizado. No nos lo tiene que explicar ningún erudito en un ensayo filosófico, es mucho más sencillo que eso: son las cosas del comer, del día a día, las que están en juego. El globalismo ataca una forma de vida, la de la gente corriente, porque la desprecia profundamente.

Esta distancia abismal entre las élites y el pueblo explica fenómenos como el de los chalecos verdes, que de momento no se rinde ante las migajas ofrecidas por Sánchez. El Gobierno naufraga, mitad por sectarismo y mitad por ceguera, ante el que podría ser el principio del fin. Otra cosa es el PSOE, claro, mito al que algunos pretenden salvar (sanchismo malo, PSOE bueno) porque haciéndolo creen salvarse también ellos, aunque por el camino quien caiga sea España.

Esta brecha creciente entre los de arriba y los de abajo (como decía el primer Pablo Iglesias) no sólo enfrenta a la clase política con el españolito de a pie, sino también a los medios de comunicación, verdaderos enemigos del pueblo (en palabras de Trump). Esta semana se han producido dos ejemplos -a izquierda y derecha- que darían la razón al expresidente norteamericano.

El viernes por la mañana Isabel Díaz Ayuso acudía a un acto a una finca de Brunete donde posteriormente atendía a los medios de comunicación. Un periodista de La Sexta le preguntaba por la decisión de la Fiscalía Europea de reclamar la investigación por el contrato de mascarillas de su hermano. En ese momento algunos de los agricultores presentes en el acto irrumpían en la rueda de prensa:

-¡Hay que hablar del campo, estamos hablando de agricultura!

-¡Vamos a hablar del campo, hombre!

-¡Así nos va en España!

-¡Vamos a hablar de agricultura!

Ferreras, indignadísimo, reaccionaba al ver que los hombres del campo habían increpado a su periodista: “¿Ahora hay que preguntar a estos si podemos preguntar o no?” Al margen de cualquier consideración acerca de la libertad de expresión que, sin duda, ampara a La Sexta, es importante resaltar el matiz: “A estos”.

Claro que este fenómeno de desconexión con los trabajadores no es menor en la derecha. El jueves por la mañana, a la hora de dejar a los niños en el colegio, Salvador Sostres hablaba así en la Cope de los transportistas que se manifiestan, entre otras cosas, por trabajar a pérdidas:

“Como era contra Sánchez esta huelga, hemos sido muy generosos con los huelguistas. Esta huelga, como toda huelga, es un chantaje, un chantaje impresentable. Podemos estar en contra de Sánchez, decir que este presidente no nos gusta y desear que sea sustituido en las próximas elecciones. Pero lo que no podemos hacer es, como es Sánchez y nos cae mal, cualquier cosa que le pase o cualquier ataque que reciba vamos a legitimarlo. No. Esta huelga es impresentable, es un chantaje contra las familias y las personas que necesitan alimentos para vivir en el día a día”.

Minutos antes el mismo Salvador Sostres decía lo siguiente sobre Mohamed VI, a propósito de la cesión del Gobierno español a Marruecos sobre el Sáhara:

La primera obligación de un presidente del Gobierno (español) es comprar al rey de Marruecos. No digo estar bien con él, digo comprar. No hay maneras decentes, ni presentables ni transparentes que se puedan explicar quedando mínimamente bien, que comprar al rey de Marruecos. […] Lo que tenemos que hacer es conseguir que el rey Mohamed VI procure no invadir Ceuta cada fin de semana, no mandarnos a 20.000 balseros a Cádiz cada fin de semana y procurar tener esa frontera de una manera tranquila”.

Es decir, mano dura con los trabajadores españoles asfixiados, pero genuflexión y diplomacia siciliana con un sátrapa que no tiene escrúpulos en usar a su propio pueblo como carne de cañón para violar la frontera española.

El miedo, definitivamente, ha cambiado de bando y las élites de todos los signos no lo vieron venir.

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