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Y PROHIBIR LA CENSURA EN LAS REDES SOCIALES

Clarence Thomas, juez del Supremo de EEUU, partidario de poner coto a los desmanes totalitarios de las ‘Big Tech’

Clarence Thomas, juez de la Corte Suprema de Estados Unidos. Reuters

“No es censura, es una empresa privada, puede poner las condiciones que le dé la gana”. Es la frase (con variaciones) con la que cualquiera que abomine de la draconiana, parcial y caprichosa censura que aplican las todopoderosas redes sociales se habrá encontrado numerosas veces. Naturalmente, es una estupidez, empezando por el hecho de que todas las actividades comerciales están reguladas (a menudo, hasta el agobio).

Ahora, además, el juez Clarence Thomas, uno de los nueve miembros del Tribunal Supremo de Estados Unidos (que es también su Constitucional), se ha pronunciado a favor de poner coto a los desmanes totalitarios de los gigantes tecnológicos.

La ocasión vino a cuenta de una demanda contra Twitter por haber censurado, primero, y expulsado a perpetuidad, después, a Donald Trump cuando aún era presidente de Estados Unidos, demanda que el Supremo ha desestimado. Trump, alega el Supremo, ya no es presidente, caso cerrado.

No para Thomas, que presentó una opinión disidente de doce folios. “Hoy las plataformas digitales proporcionan canales a una cantidad sin precedentes históricos de opinión, incluyendo opinión de agentes del gobierno”, escribe Thomas. “Pero también carece de precedentes, sin embargo, el control de toda esta comunicación en manos de unos pocos actores privados”.

Y advierte: “Pronto no tendremos más remedios que plantearnos cómo aplicar nuestra doctrina jurídica a infraestructuras de información altamente concentradas y en manos privadas como son las plataformas digitales”.

Muchos pensarían que ese momento ya ha llegado. En su momento, el propio Trump prometió meter mano a estos colosos planteándoles un dilema: si se definen como negocio editorial, tendrán que hacerse responsables subsidiarios de todo lo que se publique en sus redes, mientras que si se registran como meros canales al servicio de los usuarios, no tienen derecho a seleccionar qué mensajes se pueden publicar y cuáles no.

No hizo nada, como con lo de incluir a Antifa en la lista de organizaciones terroristas, o el propio muro con México.

Pero Thomas es de otra pasta. Hace notar en su escrito que hay argumentos que sugieren que plataformas como Twitter o Facebook “guardan suficiente semejanza con las operadoras telefónicas o con los locales de hostelería como para ser regulados de modo análogo”. “Aunque se trata de empresas cotizadas en ambos casos, una sola persona controla Facebook (Mark Zuckerberg), y solo dos controlan Google (Larry Page and Sergey Brin)», escribe.

El caso de Trump pone más aún negro sobre blanco el dilema de que se trata. El presidente norteamericano tiene el derecho e incluso la necesidad imperiosa de tener una comunicación fluida con su pueblo. Tradicionalmente, esta comunicación estaba mediada por los medios periodísticos, prensa escrita, radio o televisión. Pero la hostilidad feroz, constante y prácticamente unánime de los medios contra el republicano (y la tendencia populista del personaje) aconsejó a Trump servirse del conveniente nuevo medio que son las redes sociales para hablar directamente a sus conciudadanos desde una cuenta oficial.

La cuenta oficial, garantizada en su identidad por la propia empresa, “se parece a un foro público protegido por la Constitución” en ciertos aspectos, aventura Thomas, pero añade que, entonces, “resulta bastante raro decir que algo es un foro del gobierno cuando una empresa privada tiene autoridad irrestricta para eliminarlo”, en referencia al exilio perpetuo del presidente anunciado por Twitter el pasado 6 de enero.

El problema de fondo, entiende Thomas, es que la tecnología nos presenta un panorama que nadie hubiera sabido prever y que, por tanto, las leyes y regulaciones existentes se adaptan mal a la nueva realidad creada. Es una cuestión de hecho, práctica y visible para cualquiera, que las redes sociales ejercen un control determinante sobre la opinión de miles de millones de personas en todo el mundo, y que están en unas pocas manos que no tienen que responder de sus acciones en las urnas.

“Si el objetivo consiste en garantizar que no se coarta la libre expresión, entonces la principal preocupación debe ser por fuerza las propias plataformas digitales dominantes”, concluye. “Como dejó claro Twitter, el derecho a coartar la libre expresión corresponde en modo abrumador a las plataformas digitales privadas. Hasta qué punto ese poder es relevante en relación a la Primera Enmienda y hasta qué punto ese poder podría modificarse legalmente plantea interrogantes de peso e interés”.

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