Decenas de miles de muertos, guerras civiles, terrorismo, países destruidos, caos. Las revueltas iniciadas el 17 de diciembre de 2010 fueron una catástrofe (también por culpa de Obama).
El 17 de diciembre de hace diez años, el vendedor ambulante de fruta Mohamed Bouazizi se prendió fuego en la ciudad tunecina de Sidi Bouzid como una última protesta extrema contra los continuos abusos sufridos a manos de la policía del régimen de Zine el Abidine Ben Ali. Su gesto desencadenó un inesperado movimiento de revuelta contra la dictadura, que se extendió el año siguiente a todo el mundo árabe. Inició así el movimiento conocido como Primavera árabe, que encauzó el entusiasmo y el deseo de miles de jóvenes en los países del norte de África y de Oriente Medio. Gracias también al apoyo interesado de Occidente, sobre todo de los Estados Unidos del premio Nobel de la paz, Barack Obama, las plazas y calles de Túnez, Egipto, Libia, Siria, Yemen y Baréin se vieron invadidas por manifestaciones variopintas, atravesadas por peticiones legítimas y tomas de posición valientes. Pero el sueño de esos jóvenes, por motivos que varían de país a país, se transformó rápidamente en una pesadilla y, a diez años de distancia de esa experiencia, lo que quedan son, sobre todo, los escombros: cientos de miles de muertos, guerras civiles y por poderes, terrorismo islámico, países divididos, disueltos o destruidos, caos y desesperación, que han hecho la fortuna de algunos (como Erdogan) y sacado a la luz la debilidad y división de otros (como la Unión Europea).
En Túnez gana la decepción
Túnez, donde todo inició, es el único país que puede presumir, en medio de mil problemas aún no resueltos, de algún éxito. Los tunecinos ahora pueden elegir a sus representantes, tienen la libertad de criticar al Estado y se ha vuelto a redactar, mejorándola, la Constitución. Sin embargo, nadie tiene ganas de celebraciones. Paro y desigualdad, terrorismo e inestabilidad, siguen afligiendo al país: el Parlamento está fragmentado y es incapaz de dar vida a un gobierno estable; un número muy alto de jóvenes no desea hacer otra cosa más que subirse a una embarcación improvisada para intentar entrar ilegalmente en Europa, mientras la yihad sigue representando la única alternativa válida para miles de personas. Algo de esto sabe Francia, donde el 29 de octubre, el tunecino de 21 años Brahim Aoussaoui, que desembarcó clandestinamente en Lampedusa el 20 de septiembre, mató a tres fieles en la basílica de Notre-Dame de Niza mientras gritaba «Allahu Akbar». «Algo ha salido mal en estos últimos diez años», declara desconsolado a Reuters un joven parado de Sidi Bouzid, que no sabe qué hacer con su derecho a votar. «El gobierno no proporciona ninguna ayuda y este año la rabia es mucho mayor que el pasado».
En Egipto el ejército mantiene el control
Es difícil que en enero la plaza Tahrir, en El Cairo, se llene como en enero de 2011. Es verdad que la revolución llevó a la caída de Hosni Mubarak, pero el intento de los Hermanos Musulmanes de conquistar el poder absoluto y la consiguiente deposición manu militari del presidente de la Hermandad, Mohamed Morsi, por parte del entonces general y hoy presidente del país, Abdel Fattah al Sisi, han dado a muchos egipcios la impresión de que, en el fondo, no ha cambiado nada. Quien sigue mandando actualmente en Egipto es el ejército (el caso Regeni es solo un pequeño ejemplo de cómo este puede cometer abusos con total impunidad), disentir con las políticas del gobierno es imposible y las grandes libertades con las que se soñaba en la calle siguen siendo eso, un sueño.
Los cristianos coptos tienden a ver el otro lado de la moneda: sin la intervención del ejército, hoy Egipto probablemente sería un califato islámico. Los Hermanos Musulmanes han sido declarados organización terrorista, el Estado ha pagado la reconstrucción de las más de 60 iglesias que fueron incendiadas por la Hermandad en 2013 y, por último, ha autorizado la construcción de nuevos edificios de culto también para los cristianos. A pesar de todo ello, los coptos no se sienten seguros en su casa, y el asesinato hace unos días de un cristiano a plena luz del día por parte de dos extremistas islámicos en Alejandría es la demostración más tangible.
Libia, destruida y «conquistada» por Erdogan
Libia es uno de los países que ha pagado más caro la concepción idólatra e históricamente desencarnada de libertad. El dictador Muammar Gheddafi fue eliminado el 20 de octubre de 2011 gracias a la intervención de la OTAN que, empujada por una Francia sin escrúpulos y deseosa de robarle a Italia su posición privilegiada en la ex colonia, rica en petróleo, además del régimen derribó al país norteafricano. Hoy ya no existe un verdadero Estado unitario llamado Libia, sino solo un conjunto de territorios devorados por una guerra civil sangrienta de la que se han aprovechado algunos actores luciferinos y sin escrúpulos. Por suerte el Isis ha sido derrotado, aunque no es fácil que desaparezca de las costas de Sirte la sangre de los 21 mártires coptos. Pero el país, en el que la unidad parece inalcanzable y el peso político de Italia es cada vez más evanescente, está ahora bajo la sulfúrea influencia del presidente turco Recep Tayyip Erdogan, deseoso de afirmar su poder en el Mediterráneo y que vigila peligrosamente los flujos migratorios capaces de desestabilizar políticamente a toda Europa.
Yemen: la crisis humanitaria más grave del mundo
De lo que antes se llamaba Yemen solo quedan los escombros. El vacío dejado por la expulsión del dictador Saleh ha sido ocupado por una guerra civil patrocinada por los eternos contendientes del mundo árabe: Arabia Saudita, por un lado, e Irán por el otro. Occidente se ha olvidado rápidamente del país de la península árabe, donde el poder está actualmente dividido entre los rebeldes chiíes hutíes, el gobierno suní apoyado por los saudíes, el Consejo meridional de transición, el Estado islámico y Al Qaeda. La guerra, que sigue después de seis interminables años, ya ha causado más de cien mil muertos, muchos de ellos civiles, caídos a menudo bajo las bombas saudíes que la ONU nunca ha tenido el valor de condenar. El país atraviesa la más grave crisis humanitaria del mundo y trece millones de personas corren el riesgo actualmente de morir de hambre.
La enloquecida masacre siria
El 15 de marzo la guerra siria cumplirá diez años. Las cifras no dan idea de la devastación que ha sufrido la población a manos de una coalición internacional de países que ha apoyado con dinero y armas a un grupo de «rebeldes» que pronto revelaron ser yihadistas, amantes (poco) de la libertad y (mucho) del terror. El dictador Bashar al Assad, gracias a la intervención de Rusia e Irán, ha permanecido en el poder, pero en el país de Oriente Medio han muerto entre 400.000 y 600.000 personas, casi el 2% de la población. Como si esto no bastara, los desplazados internos son casi 6,5 millones, además de otros tres que han huido al extranjero.
La guerra siria, fomentada por Occidente, ha beneficiado a grupos yihadistas como Al Qaeda y el Estado islámico, que se lo ha agradecido a Europa con una serie interminable de atentados terroristas, llegando a instaurar un enorme Califato en Iraq y Siria, que cayó a los dos años. Actualmente queda una sola provincia, la de Idlib, en mano de los islamistas sostenidos políticamente por Turquía, pero la población siria está agotada y sus condiciones se han agravado todavía más por las sanciones occidentales.
El desastre de Obama
Las primaveras árabes no habrían sido posibles sin la política undívaga e irracional de Barack Obama. De hecho, el presidente estadounidense, al que se le concedió en 2009 el premio Nobel de la paz preventiva (jamás un nombramiento se había revelado más erróneo), primero abandonó a Mubarak -antiguo aliado de Estados Unidos- ante las protestas en la plaza Tahrir y, después, acogió con entusiasmo la elección de Morsi como presidente; por último, no denunció el golpe de Estado de Al Sisi, dejando que su secretario de Estado, John Kerry, declarara: «Se ha robado la revolución a los Hermanos Musulmanes».
Al mismo tiempo, dio via libre al bombardeo de Libia, para después abandonarla a su destino (la guerra civil), e hizo de todo por apoyar a las milicias islámicas sirias y abatir a Assad, sin conseguir (por suerte) recorrer la última milla e invadir el país. Tampoco se inmutó ante la represión de las protestas en Baréin, apoyando militarmente a Arabia Saudita para reprimir las de Yemen. Por último, hizo un acuerdo con Irán para congelar las actividades nucleares.
Resumiendo: apoyó a los Hermanos Musulmanes en Egipto y Libia contra sus gobiernos respectivos; después, apoyó al ejército contra los Hermanos Musulmanes en Egipto; se alineó con los suníes contra los chiíes en Baréin y Yemen y, después, hizo un acuerdo con el Irán chií para perjudicar a la Arabia Saudita suní. En Siria financió a los rebeldes sirios, facilitando la difusión del Isis, para después combatirlo, aunque no de manera resolutiva.
La política de la inestabilidad
Más allá de los errores estratégicos de Obama, el politólogo francés Henri Hude ha comentado así la política de esos años: «Estados Unidos lleva a cabo una política hegemónica camuflada de política progresista universalista. El juego sobre ‘el gran tablero de ajedrez’ consiste en mantener su poder evitando que surja un rival a nivel mundial. Con este fin, el islamismo es el aliado al revés indispensable para Estados Unidos, igual que lo eran los turcos para el rey de Francia contra el emperador de Habsburgo. Este principio permite comprender cómo Estados Unidos mantiene una relación ambigua con los islamistas, que hacen alarde de su odio hacia el ‘Gran Satán’, pero dañan exclusivamente a los adversarios estadounidenses. El mundo musulmán, abandonado a sí mismo, tal vez no pediría más que modernizarse y desarrollarse. Pero en este caso, se desarrollaría en el sentido de convertirse en países independientes que pensarían en sus intereses y no en los de Washington. Estos bárbaros barbudos, al impedir que cualquier régimen serio se establezca en estas regiones vitales, garantizan que el juego continúe».
La ineptitud de la Unión Europea y el invierno árabe
La Unión Europea ha conseguido hacerlo aún peor que Estados Unidos: en Libia ha prevalecido el egoísmo nacional de Francia, que ha llevado directamente al desastre de la crisis migratoria de los últimos años que casi ha destruido la UE. En Siria, los países europeos han seguido ciegamente a Estados Unidos, alimentando la guerra (y los prófugos), sin darse cuenta de que gracias al conflicto el Isis era cada vez más fuerte y reclutaba cada vez más terroristas precisamente en Europa, empujándoles a llevar a cabo atentados en sus propios países. Por último, para resolver la crisis migratoria que había contribuido a crear, la UE se ha atado de manos, pies y billeteras a la Turquía de Erdogan, que se lo ha pagado a Bruselas apropiándose de un trozo de Libia y ejerciendo el completo control del Mediteráneo, al mismo tiempo que utiliza a los migrantes para chantajear a la UE.
El deseo que dio inicio a la primavera árabe (pero sería mejor hablar de primaveras árabes, en plural) seguramente era justo y compartible. Pero si hay algo que estos diez últimos años nos han enseñado es que ni siquiera la libertad puede ser considerada, en detrimento de todo el resto, un valor absoluto. Los medios de comunicación occidentales se han enamorado de esta libertad descarada e irrealizable, salvo para después renegar y olvidarse de ella cuando las cosas han ido mal. En este sentido son emblemáticas las palabras que Fouad Twal, patriarca de la Iglesia católica latina de Jerusalén, dijo a Tempi: «Entre vivir con un régimen imperfecto y dictatorial o intentar cambiarlo causando 80.000 muertos y un millón y medio de refugiados, pues bien, prefiero vivir con un régimen imperfecto y con un dictador. No se pueden aceptar 80.000 muertos y millones de refugiados por el gusto de cambiar». Era el 2013. Tras siete años, los 80.000 muertos han pasado a ser 400.000 y los desplazados casi diez millones. Y aún no ha acabado. No fue una primavera.
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Publicado por Leone Grotti en Tempi.
Traducido por Verbum Caro para La Gaceta de la Iberosfera.