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Los conservadores colombianos han abrazado posturas de izquierda

El clientelismo carcome al sistema político colombiano: una enfermedad que se extiende desde Bogotá hacia las provincias

Cámara Representantes de Colombia. Europa Press y Reuters

La desconexión del gobierno central en Bogotá con las regiones de Colombia es innegable. Basta con hacer un recorrido por La Guajira, el pacífico o la Orinoquía, para constatar que son evidentes las nefastas consecuencias del sistema político colombiano, que desde 1989 Dávila y Leal llamaron “el sistema político del clientelismo”.

Las fuerzas políticas locales se apoderan de los gobiernos municipales y departamentales, a los que llegan desde 1988 y 1991, respectivamente, por elección popular, y desde ahí articulan su accionar político con los representantes al Congreso de la República para cambiar votos en el legislativo por “cupos indicativos” y presupuesto específico para sus regiones.

Hasta ahí nada extraño y es lo que corresponde en una democracia representativa. Sin embargo, los órganos de control hoy están cooptados por la clase política y tanto la Procuraduría General de la Nación como la Contraloría General de la República, responden a las dinámicas de la elección que hace de sus cabezas el Senado y el Congreso en pleno.

Ni hablar del Fiscal General de la Nación, que es elegido por la Corte Suprema de Justicia de una terna que envía el Presidente de la República. Esas tres entidades han visto sus presupuestos crecer y crecer y hoy administran billones de pesos en nómina, contratación de asesorías externas, funcionamiento, inversión, etc.

No es extraño que los congresistas comprometan cargos en los órganos de control y en la fiscalía para quienes hacen parte de su maquinaria política, lo que, además, garantiza que toda investigación que los pueda afectar será desviada. De allí la impunidad que es peste en Colombia.

Mientras tanto, los gobiernos departamentales, en especial aquellos que reciben altas sumas por concepto de regalías provenientes de la explotación de recursos naturales, promueven grandes obras que van desde infraestructura básica hasta centros culturales internacionales, cuyo impacto es difícil de medir o proyectar, pero que se adjudican -dentro de un marco legal extraño- a quien sabe cobrar lo invertido en alguna campaña.

A esto lo acompañan los programas de transferencias condicionadas, que pronto pierden toda condición, y que hoy llegan a las cuentas de al menos ocho millones de personas en Colombia. El gobierno alega que de esta manera se combate la pobreza, a pesar de no estar sentando las bases para la generación de riqueza o la transformación productiva con la suficiente claridad y disciplina fiscal del caso.

Millones de colombianos hoy reciben un ingreso básico mensual y la informalidad sigue rondando el 50% de la economía. Algunos sectores de la opinión y los trabajadores formales -que son una minoría en las regiones- celebran el recientemente aprobado incremento del salario mínimo, que es dos veces la inflación (tasándose esta en 10,07% para 2022), desconociendo que la mayoría de los ocupados no recibe un salario, pero sí sufre lo que ya es una crisis inflacionaria en productos básicos.

De igual modo, el gobierno ha anunciado que no cuenta con los recursos para mantener los amplios programas de transferencias. Asunto que tendrá que asumir el nuevo gobierno que se posesione el siete de agosto de 2022.

Desde Bogotá se hacen anuncios que suenan bien, que se siguen en la televisión, la radio y los medios digitales en todo el país, solo para salir a la calle a ver que, por fuera de las cinco regiones metropolitanas más importantes (Bogotá, Medellín, Bucaramanga, Cali y Barranquilla) no hay fuentes de empleo, no hay industria y no hay inversión privada.

De hecho, las empresas hoy pagan 1% más de impuesto de renta frente a 2018. Sus costos laborales siguen aumentando y no hay verdaderas garantías en materias de seguridad, imperio de la ley y orden público. Que lo digan los empresarios que sufrieron pérdidas billonarias por las violentas manifestaciones de abril y mayo, que lograron imponer su agenda por encima de aquella que se definió en las urnas.

Desde Bogotá, sin embargo, se toman decisiones en el gran departamento nacional de planeación, revisando datos “duros”, que muchas veces esconden las dinámicas políticas que en el actual sistema tanto daño le hacen al desarrollo. Suelen, eso sí, enojarse los técnicos de la burocracia nacional -maravillosamente formados en las mejores universidades del mundo- que recorren las regiones de Colombia cual turista en plan todo incluido donde solo se ve lo bueno y superficial.

Las encuestas muestran un panorama desolador, donde el cansancio y la rabia con el sistema político hacen mella y pueden terminar cediendo a la amenaza populista de la izquierda radical. Esa que alega haber llorado de alegría con el triunfo de Boric en Chile. No podemos olvidar, empero, que allá la derecha mantiene importante representación en el Congreso y suele oponerse con fuerza cuando no es gobierno, sin ceder a la presión clientelista.

En Colombia, por el contrario, la bancada más conservadora, podría declararse comunista si el gobierno a cambio promete puestos, presupuesto e impunidad. El acuerdo es claro: respaldar al gobierno nacional, sea cual sea, siempre que siga untando la mermelada del presupuesto público en las tostadas de siempre. Si eso se los garantiza el comunismo, pues ¡Viva la revolución!

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