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Hay poco de lo que estar satisfechos

El Estado estrambótico

El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, en el Congreso de los Diputados, en Madrid, España, el 21 de octubre de 2020. Manu Fernández/Pool via REUTERS

Empieza a convertirse en un consenso de la derecha biempensante —aquella que no se deja llevar por los manidos consensos al uso que vienen de la izquierda- que el principal problema de nuestras sociedades es el propio Estado, tal y como ha ido degenerando hasta nuestros días.

Un Estado desproporcionado en su deuda y en su actividad. Un Estado que vuela solo como un inmenso y amorfo globo, enloquecido y que no responde en absoluto a su principal objetivo, el bienestar de sus ciudadanos. Un Estado que no vela por sus administrados, les hace la vida imposible y para el que, como dice Houellebecq,  “el buen administrado es el administrado muerto”.

Un Estado que —por razones de dejación ideológica hacia la izquierda— tiene revertidas las prioridades. Donde prima el derecho a la muerte sobre el de la vida, el de la pareja sobre el de la familia, el hedonismo y los privilegios individuales sobre la comunidad, los intereses de las grandes empresas y sus ejecutivos sobre la base social de PYMES  y autónomos, el pseudo igualitarismo formal e ideológico frente a la igualdad de oportunidades.

Y todo ello bajo un sistema fiscal cada vez más injusto y persecutorio. Un sistema que se ensaña con los pequeños y medianos contribuyentes privilegiando a las grandes empresas, que pueden llegar a tener regímenes especiales y todo tipo de ayudas: el tipo efectivo aplicado sobre los resultados contables puede llegar a ser tres veces menor en función del tamaño de la empresa.

Nuestras cifras en vivienda y educación son una vergüenza nacional. Seguimos siendo un país hiper regulado que nos hace muy poco competitivos

Un Estado que ha perdido todo pudor ejemplarizante, que sube los sueldos de sus funcionarios y políticos cuando todo el resto tiene que bajárselo de forma drástica, que sigue siendo el peor pagador del Reino y que abre debates que sólo interesan interesa a sus dirigentes.   Un estado ajeno, distante, estrambótico.   

En España esta tendencia se agudiza aún más por el sistema autonómico, que nos obliga a los ciudadanos españoles a vivir un insufrible y eterno proceso constituyente con constantes tensiones competenciales y territoriales. Una configuración constitucional que impide generar el más mínimo sentido de comunidad nacional y que libera enfurecida arcanos frívolos y cansinos como son los estereotipos antiespañoles de la izquierda.  En este contexto vivimos en una sociedad crispada, infeliz, de pocas expectativas; anómica.

En nada ayuda tener dieciséis sistemas sanitarios, económicos, educativos,  sociales, etcétera. Una complejidad que hace de nuestro Estado uno de los más estrambóticos -por caro e ineficiente- de nuestro entorno. En este contexto es simplemente un milagro que los españoles, con tanta mochila impuesta, aún podamos prosperar.

Y es que y pese a los inevitables ditirambos de nuestros administradores, hay muy poco de lo que sentirnos satisfechos al analizar los resultados de nuestro estatismo: Un desastre en sanidad, donde se llegó incluso, en los primeros tiempos de la pandemia a… ¡Negar el tratamiento a los enfermos! Nuestras cifras en vivienda y educación son una vergüenza nacional. Seguimos siendo un país hiper regulado que nos hace muy poco competitivos. No tenemos ningún control sobre nuestras fronteras.   A nuestros políticos se les llena la boca con la palabra “igualdad” cuando -una vez paliada la pobreza- la que verdaderamente importa a los ciudadanos es la de oportunidades, y ésta no para de retroceder por causa del sistema educativo que sufrimos, la imposibilidad de acceder a la vivienda y la falta de movilidad interna dentro de España.

La izquierda ya no aporta nada más que tribalismo, privilegios y estatismo exacerbado y ruinoso

Vienen malos tiempos. El común denominador de las posguerras y de las crisis agudas es siempre una mayor intervención del Estado. Siempre tiene -como no puede ser de otra manera- el máximo protagonismo en ambas y esa inercia lo lleva a protagonizar tanto la postguerra como la salida de la crisis. 

El pensamiento conservador se ha caracterizado a lo largo de los siglos por su capacidad de asimilar ciertas ideas de la izquierda, incorporándolas a su propio ideario,  hasta que, como fue el caso con las revoluciones de Reagan y Thatcher, el ideario de la izquierda estaba tan solidificado y era tan sectario (y en el caso del Reino Unido era de quiebra social y económica) que la derecha tuvo que reinventarse de nuevo, casi desde cero. Estos pueden ser tiempos parecidos. La izquierda ya no aporta nada más que tribalismo, privilegios y estatismo exacerbado y ruinoso. No es hora de gestionar sólo la ruina, sino de ponderar a fondo qué Estado queremos. Esa es la verdadera revolución que esperan nuestros conciudadanos.

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