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EL APOYO AL OPOSITOR VENEZOLANO NO DIO LOS FRUTOS ESPERADOS

Guaidó, un error de Trump

Cuando el final del mandato presidencial de Trump se asoma en el horizonte -al menos en su primer mandato si se le reelige hoy- a la hora de hacer un balance sobre los resultados, hay números en rojo que se asoman en la carpeta “América Latina” sin mucho recato. El pasivo en las cuentas que representa el caso Venezuela, es insalvable al cierre del ejercicio.

En 2016, Venezuela se encontraba en el primer año de ejercicio de la legislatura electa históricamente en diciembre del año anterior, cuando los partidos de la Mesa de Unidad Democrática ganaron en votos y escaños el parlamento. Victoria que fue desconocida por el régimen chavista el mismo día que ocurrió. No le quitaron la victoria a su contendor, sino la mayoría calificada de dos terceras partes del parlamento. Lo hicieron birlando tres diputados del estado Amazonas con los que la oposición habría podido acometer cambios sustanciales al entramado chavista reinante con mayoría absoluta, por más de 15 años.

Así, el chavismo concedió el triunfo parcial a su contendor, pero desconociendo de facto las dos terceras partes del parlamento que había logrado gracias al voto popular. Fue el primero de una serie de fraudes que el régimen dirigiría contra el parlamento, incluso antes de su instalación.

Como era de preveer, la “oposición” no reclamó dicho fraude de forma inmediata con firmeza sino que concedió al chavismo dormir el sueño de los justos, simulando desconocer la tramposa impugnación y aceptando la misma, mansamente, a los meses.

La llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos le insufló ánimos al sentimiento opositor venezolano, pues la fuerte retórica anticastrista, antichavista y anticomunista que el candidato republicano le imprimió a su campaña –particularmente en el sur del estado de la Florida llena de cubanos, venezolanos y latinoamericanos en general– hizo sentir que quedarían atrás los abrazos de Obama con Raúl Castro, los apretones de manos con Chávez o las políticas blandas y contradictorias con respecto al chavismo.

Con Obama se les sancionaba, cerrando para los jerarcas chavistas la posibilidad de poseer bienes y activos en Estados Unidos, a la vez que se les seguía comprando petróleo y derivados.

En efecto, la llegada de Trump a la Casa Blanca dio un mayor rango de acción a los “halcones” con respecto a Venezuela. Incluso, ese mismo 2016 se le escuchó a Trump decir en una rueda de prensa, junto a su Secretario de Estado de entonces Rex Tillerson y su embajadora ante la ONU Nikki Halley, que “incluso la acción militar” se estaba manejando contra Maduro.

Las gradas antichavistas rugían de alegría. Desde el Doral, Weston y Brickell –zonas de asiento de la mayoría de venezolanos en Florida– se vio trocar a tradicionales ciudadanos americanos de origen venezolano y con derecho a voto, de discretos demócratas enamorados de los tiempos de Clinton a furibundos partidarios de Trump.

Tuvieron que pasar dos años de retórica para que se viese la primera acción, más allá de las consuetudinarias sanciones contra dirigentes chavistas, testaferros y empresarios asociados.

Esa acción, limitada por el simbolismo y los rebuscados argumentos de constitucionalismo venezolano, es la que se convierte en el experimento de política exterior más novedoso de los Estados Unidos desde el concepto de “guerra preventiva” de Bush Jr.: el “gobierno en disputa”.

Interino, encargado, en disputa

Todo empieza con el argumento del fraude electoral continuado que el chavismo llevó a su punto máximo en 2018 con unas elecciones presidenciales donde el grueso de sus contendores decidió no participar, reclamando la ya obvia trampa detrás del sistema electoral.

En dichas elecciones, Maduro se declara ganador a la búlgara frente a un país acostumbrado a los fakes electorales y ante un mundo indiferente, aunque expectante.

Nace así el concepto de la “usurpación”. Según el mismo, Maduro no podía juramentarse el 10 de enero de 2019 como pretendía, sin repetir las elecciones impugnadas como fraudulentas. De hacerlo, se convertía en presidente de facto y se activaban los supuestos constitucionales según los cuales, no había presidente y el parlamento debía nombrar uno.

Quiso la fortuna que en ese momento, el día D a la hora H se encontrara en la presidencia de la Asamblea Nacional el joven diputado Juan Gerardo Antonio Guaidó Márquez, nativo del estado Vargas, de 35 años de edad militante del partido de Leopoldo López, Voluntad Popular.

En su segundo período como parlamentario, le tocó la tarea de asumir una presidencia del parlamento con los dados cargados: quien asumiera esa presidencia, sería investido, según la tesis de la “usurpación” como “Presidente interino” o “Presidente encargado”, en una maniobra constitucional poco clara y sin ningún tribunal independiente que pudiese avalarla.

Pero la buena pro vino desde Washington. Junto a la mayoría de los países de la Organización de Estados Americanos, Estados Unidos recabó apoyos en la región para reconocer a Guaidó como presidente encargado de Venezuela.

Con esto, saca al ruedo su concepto de “gobierno en disputa”, que tanta suspicacia le causa, por ejemplo, a los diplomáticos rusos.

Según esta tesis, al ocurrir un fraude electoral o cualquier desconocimiento del orden legal que deje en la presidencia de un país a enemigos de los Estados Unidos, la comunidad internacional podría movilizarse para colocar en disputa el gobierno, dejar a la cabeza del mismo a la facción opositora con más fuerza para dicho fin y poner a su disposición los recursos económicos que en el sistema bancario internacional posea el país del que se trate.

¿Es una novedad? Sin duda lo es. El problema es cuando se equivoca el cálculo y en vez de darle el control del gobierno en disputa a un aliado incondicional de Estados Unidos, se le da a una pieza del régimen que se quiere sustituir.

Así, la tesis del gobierno en disputa, intentada por primera vez con Venezuela, se convirtió en un pesado fardo que, luego de dos años de dar tumbos y de llevarse consigo a varios colaboradores de Trump, no hace sino dar dolores de cabeza y lucir languideciente frente a las arremetidas del chavismo, que no ceja en sus propósitos ni cede un milímetro su poder.

El fracaso de Guaidó no lo afecta a él en lo personal, pues formando parte de una agrupación aliada del chavismo en el objetivo de mantener un orden de cosas, tendrá al final el destino que los hombres de aparato tienen destinado en estos casos. Pero a Trump, necesitado de lauros en materia internacional, sea para impulsar su segundo mandato (en caso de ganar) o bien, para llenar su biografía (si no se reelige), el tema Guaidó lo deja desnudo: demuestra que el supuesto gran estratega, de ojo infalible para descubrir una buena opción, se equivocó desde el principio a la hora de escoger el camino para Venezuela, acompañando a una oposición fake, corrupta y ganada a la cohabitación con el chavismo.

Al fin y al cabo, cohabitar es lo que han hecho por veintidós largos años. Más los que se vienen, con o sin Trump.

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