Decía Chesterton que el problema del periodismo consiste en contarle que el Almirante Biggs se ha muerto a un público que ignoraba que estuviera vivo. Esto tiene un corolario inverso y complementario: dar una gran noticia y pasar a la siguiente sin explicar cómo acaba la primera, algo así como el ‘antispoiler’.
En los últimos meses hemos abierto un montón de hilos demasiado gordos para dejarlos como los dejamos, por mucho que la actualidad se imponga con noticias más novedosas, como la entrada en la Casa Blanca de un anciano que, hasta que recibe la dosis, debe preguntarse cada mañana al despertar dónde está.
Está, por ejemplo, todo eso de la investigación del Senado sobre las amistades peligrosas -en todos los sentidos posibles- del vástago del presidente y de su hermano con la tiranía china. Si existe un riesgo para la seguridad de Estados Unidos es ese, y no unos invisibles ‘supremacistas blancos’ que Biden ha proclamado como principal riesgo terrorista.
O el tema del fraude electoral y de las maquinitas. No pretendo aquí que se dé la razón a unos u a otros, pero algo tendrá que salir de ahí. Habrá que establecer de manera clara y oficial que no ha habido fraude, o que no ha habido fraude suficiente para cambiar el resultado final. Me da igual el resultado, pero tendrá que demostrarse y hacerse público, no puede haber un “pelillos a la mar” con lo que se supone que es el pilar de la legitimidad democrática.
No es algo que vaya a desaparecer, y eso por una razón muy sencilla: porque, aparte de los agraviados -que, como ‘supremacistas blancos’, no cuentan-, muchos de los que han preferido no ver los indicios probables de fraude con tal de quitarse de encima al terrible Hombre Naranja los recordarán cuando les toque volver a votar. A nadie le gusta pensar que su voto podría no valer para nada.
Ya pasó y está pasando. Pasó hace años, cuando un grupo de legisladores demócratas, todavía ignorantes de lo bien que les vendría con el tiempo, mostraron públicamente su alarma ante el aumento del voto electrónico, que los expertos denunciaban como fácil de manipular.
Y está pasando ahora también entre demócratas, especialmente entre los partidarios del senador Bernie Sanders, como cuenta el Washington Times. «No creo en la sinceridad de Trump, pero sí que sus votantes se han visto privados de su derecho, pero no hay modo de probarlo porque no hay recuento de papeletas en papel”, confiesa al diario americano Matt Luceen, informático y partidario del socialista Sanders, que se ha unido a una protesta contra el voto electrónico. «Estamos poniendo nuestra confianza en lo que salga de las máquinas».
Pero, naturalmente, los demócratas, que ahora se ven dueños del ejecutivo y el legislativo -el judicial lleva décadas siendo suyo-, no van a dejar escapar la ocasión de consolidar su poder y convertir Estados Unidos en un régimen de partido único, aunque manteniendo las formas.
Así, la primera ley propuesta a las Cámaras -la Ley por el Pueblo, todo muy orwelliano- se propone oficializar y ampliar el sistema electoral que les ha llevado al poder.
Lo contaba Tucker Carlson en la Fox: la ley empieza declarando que, contrariamente a lo que dispone el Artículo 1 de la Constitución, el Congreso tendrá el poder supervisor en última instancia sobre las elecciones federales.
Parece inocente, incluso lógico. Pero el diablo está en los detalles. Tal como funciona ahora el sistema, los estados tienen sus propias normas electorales. Unos son bastante estrictos, y exigen identificarse con un documento que incluya foto para poder votar, o prohíben la ‘cosecha de votos’ -votar en nombre de terceros, básicamente-, o restringen la validez de los votos por correo exigiendo cotejo de firmas, o carecen de voto electrónico.
Si ahora es el Congreso federal el que decide cómo votar, y este está en manos de los demócratas, que se han beneficiado evidentemente con las formas de votación más laxas, ¿qué sistema creen que se impondrá en las elecciones para toda la Unión?
No me crean, lean el proyecto de ley, como cuando dice que los estados no están obligados a “exigir a los individuos proporcionar forma alguna de identificación como condición para obtener una papeleta de ausente». Es el paraíso de un amañador de elecciones, esa oscura ‘profesión’ que hizo rico al patriarca de los Kennedy.
Es, en definitiva, consagrar un sistema que hace imposible, no hacer trampas, sino denunciarlas con éxito, un suicidio democrático envuelto, como es costumbre, en la jerga narcótica de la burocracia legislativa.