El resultado en 11.000 palabras de la exhaustiva investigación de Nicholas Wade sobre el origen del coronavirus, donde argumenta que la tesis más probable es que el patógeno escapara accidentalmente de un centro de investigación de Wuhan dedicado a experimentar con ellos, ha caído como una bomba silenciada.
Si decir “virus chino” es tabú en nuestro panorama mediático, imaginen reconocer que China es culpable de la pandemia siquiera por negligencia y secretismo. Absolutamente ‘haram’, y de hecho no es probable que lo lean, vean o escuchen en las terminales del régimen.
Pero sería un error, un serio error, quedarnos en un simplista “China es culpable” y lavarnos las manos de todas las consecuencias negativas, serias y abundantes, que ha traído esta pandemia. Porque los peores daños que ha traído, lo que sufrimos ahora y sufriremos aún más en el futuro inmediato, no los ha producido directamente ese frankenstein viral. De hecho, el virus en sí ni siquiera entraría en el Top Ten de las pestes registradas que ha sufrido la humanidad: su tasa de fatalidad es baja (y menguante), ataca especialmente a poblaciones muy específicas en las que debería ser fácil centrarse (ancianos y personas con comorbilidades) y a estas alturas ya se sabe tratar la enfermedad con razonable eficiacia.
De hecho, la ‘culpable’ China fue la única economía de la OCDE que creció en el Año de la Peste, 2020, y el epicentro de Wuhan ya estaba libre de restricciones de todo tipo y celebrando multitudinariamente el Año Nuevo chino cuando en el resto del mundo aún andamos con mascarillas, distancia de seguridad, cierres perimetrales, toques de queda y lo que te rondaré, morena.
No, la mayor causa de nuestras desgracias atribuidas a la pandemia está en las ‘soluciones’ que el globalismo ha permitido imponer en países completamente disímiles con una desastrosa unanimidad, al compás de una organización internacional irresponsable (en el sentido etimológico) condicionada por China, financiada en buena medida por Bill Gates y dirigida por un tipo acusado de intento de genocidio en su país, Etiopía.
Caso en punta, de ayer mismo, este tuit del presidente de la primera potencia mundial, Joe Biden: “La regla es ya sencilla: vacúnate o lleva mascarilla hasta que lo hagas. Tú eliges”. Sí, sencilla y absolutamente inconstitucional, por no irnos al Convenio de Nürenberg, que no solo prohíbe taxativamente obligar a nadie a vacunarse, sino también permitir que el no vacunado sea objeto de discriminación alguna.
Sobre la dichosa mascarilla se amontonan los estudios científicos que hablan de su inutilidad y su carácter -por lo demás, de sentido común- perjudicial para la salud física y psicológica, pero a Biden, o a nuestros líderes europeos, les da bastante igual: no es una cuestión sanitaria.
De hecho, las primerísimas medidas causaron incontables muertes. Concretamente, los famosos respiradores que la propia China repartió como caramelos entre los países afectados, y que han alcanzado niveles de letalidad que es mejor no subrayar demasiado pero que estaban (y están) por encima del 80%.
O los confinamientos, esos arrestos domiciliarios de todo un país, sin precedentes históricos aún en las peores tiranías, que se han demostrado más perjudiciales que útiles, como ha acabado reconociendo la propia Organización Mundial de la Salud. De cómo se han multiplicado los suicidios en este tiempo; de los pacientes oncológicos que han visto retrasarse sus revisiones (a veces, con resultado fatal), o de los enfermos cardiovasculares que no han podido tratarse es mejor no hablar mucho, tiempo habrá para hacer el recuento.
Por eso Texas es un escándalo; por eso Florida es mejor olvidarla: porque los estados que han prescindido de toda restricción sin que sus cifras de mortandad o ingresos hospitalarios se hayan disparado; peor, que sean mejores que las de los vecinos más restrictivos, son el embarazoso recordatorio que hemos destruido nuestras economías, dañado nuestras garantías políticas, permitido el avance hasta lo más íntimo y natural de nuestras vidas de la injerencia globalista a cambio de, básicamente, nada.
Cuando el primer ministro británico Chamberlain volvió de Múnich, donde había dado luz verde a Hitler para anexionarse parte de Checoslovaquia a cambio de vacías promesas de paz, se cuenta que Churchill comentó: “Habéis elegido el deshonor para evitar la guerra, y ahora tendréis guerra y deshonor”. Nosotros hemos malvendido nuestras libertades y nuestra prosperidad por una promesa de salvación sanitaria, y ahora tenemos los peores datos sanitarios, sin libertades y sin prosperidad.