Los medios de comunicación y las instituciones de la Unión Europea nos vendieron que Polonia y Hungría eran los malos de Europa, los racistas, los insolidarios; Estados herméticos e inhumanos que se negaron a acoger a los centenares de miles de refugiados ―‘and company’― que huían de la guerra, la persecución pero que, en muchos casos, simplemente querían venir a vivir a Europa.
¿Se acuerdan? Era 2015 y, a raíz de la guerra en Siria, miríadas de personas ―huyendo de la guerra unas, aprovechando el caos otras― llamaron a las puertas del viejo continente. Hungría y Polonia recelaron de la estrategia alemana de abrir las puertas de par en par, invocando un posible impacto en la seguridad pública, las dificultades para verificar la identidad y el riesgo que suponían los solicitantes de asilo. Pasaron a ser los malos de la película.
Qué diferencia con Merkel. La excanciller alemana apostó por acoger a todo el que quisiera recalar en tierras germanas: “Wir schaffen das!” ―¡Lo lograremos!―, proclamó a los cuatro vientos. Esta decisión recibió alabanzas y aplausos de todo el progrerío globalista: The New York Times se enamoró de la líder alemana, la revista Time le nombró persona del año, tertulianos en la televisión y en la radio babearon señalándola como el ejemplo a seguir…
Pero la realidad es muy tozuda, y el tiempo demostró que la decisión fue un error. Acoger a más de un millón de personas, provenientes de culturas completamente diferentes a la tuya, tiene no pocos riesgos. No hubo que esperar mucho; todos conocemos las olas de agresiones sexuales que sufrieron en sus propias carnes las alemanas esa misma Navidad, por no hablar de la delincuencia y la proliferación ―oh, sorpresa― de atentados islamistas.
Los propios políticos alemanes, empezando por Merkel, reconocieron que lo que ocurrió en 2015 no debía repetirse; de hecho, endurecieron las políticas de asilo. Pero eso dio igual. A pesar del evidente error, la propaganda mediática ―y política― dejó a Polonia y Hungría como los malvados egoístas y, de paso, racistas, a pesar de su actitud prudente.
Pero hete aquí que, el pasado 24 de marzo, Vladimir Putin decidió invadir Ucrania, iniciando una guerra que lleva en curso más de 50 días. La agresión rusa ha provocado el mayor éxodo desde la Segunda Guerra Mundial, y en un tiempo récord, con millones de personas tratando de salir de Ucrania huyendo de las bombas.
¿Y qué han hecho Polonia y Hungría? ¿Han dado la razón a sus detractores cerrando las fronteras, mirando a otro lado ante la llegada de los ucranianos, negando el acceso a estas pobres gentes que huyen de la guerra, como cabría esperar según lo que nos han vendido desde los despachos de Bruselas y los platós de televisión? Nada más lejos de la realidad: han dado una verdadera lección de acogida y generosidad.
En las pocas semanas transcurridas desde que empezara el conflicto, Polonia ha acogido la friolera de casi tres millones de refugiados ucranianos―bastantes más de los que acogiera en su día la Alemania de Merkel; Hungría ―un país mucho más pequeño que su vecino―, casi 500.000. No salgo de mi asombro. ¿No eran éstos los nacionalistas insolidarios, no eran las ovejas negras y descarriadas dentro del rebaño liberal-progre de la UE?
Polonia y Hungría han demostrado que la acogida debe ser generosa, sí, pero ordenada. Evidentemente está siendo generosa, porque las cifras son desorbitantes y supone un verdadero desafío para cualquier país acoger a tanta gente en tan breve espacio de tiempo; pero también está siendo ordenada, porque tiene sentido que los refugiados de una guerra acudan a países vecinos, a lo que tienen más cerca. Al ser vecinos serán, por tanto, culturalmente cercanos, y no supondrán un riesgo en la cohesión social del país de acogida; pero, sobre todo, tiene sentido acogerles cuando son realmente refugiados.
Lo dicho, Polonia y Hungría están dando una verdadera lección al resto de Europa.