No sé si se han fijado, pero la influencia de los medios de comunicación convencionales se ha desplomado a mínimos. Hoy cuesta más encontrar a un menor de 25 años que se informe por la televisión que un político honrado, y de la prensa de papel mejor ni hablamos. Lo único que les mantiene en pie, aparte de la ingente inyección de capital a fondo perdido de nuestros mandarines, es una estructura de población muy envejecida, pero la cosa va a más sin remedio. La gente busca sus propias fuentes en la red, a menudo en las propias redes sociales, y a pesar de los esfuerzos manipuladores de las Big Tech, eso pone las cosas muy difíciles a nuestras élites, decididas a vendernos un Gran Reinicio que pocos compran.
Pero nuestros líderes están en todo, absolutamente decididos a cegar esta ventana de libertad informativa. En concreto, la Unión Europea ha aprobado legislación que obligará a las tecnológicas a intensificar sus esfuerzos censores.
El objetivo declarado es forzar a las redes sociales a censurar contenidos “extremistas” y a colaborar con las fuerzas del orden. Naturalmente, cuando se utilizan términos tan lábiles como “extremismo”, cuya propia definición depende de lo que dicte el poder en cada momento, cualquiera entiende cuál es el ‘enemigo’.
La novedad, de la que informa Reuters, es que Facebook, Google y otros gigantes tecnológicos tendrán que firmar un compromiso explícito de ‘desmonetizar’ (impedir la financiación, en suma) los portales de información que difundan “noticias falsas” (juzgadas como tales por verificadores tan impecablemente objetivos y desideologizados como Maldita o Newtral, de Ana Pastor).
Asfixiar económicamente, después de todo, es tan eficaz como mandar una Gestapo a clausurar un negocio de medios, pero infinitamente menos dramático y evitando escenas inquietantes.
Los burócratas de ese contubernio que no responde a ninguna soberanía popular conocido como Unión Europea también pretenden que se sumen a este compromiso hasta la última firma de redes sociales, servicios de mensajería, motores de búsqueda, proveedores de publicad online, agencias de comunicación, servicios de pago en red, plataformas de comercio electrónico y sistemas de donaciones por Internet. No dejar el menor hueco, en fin. La propuesta no hace sino reforzar el código ‘voluntario’ sobre desinformación aprobado en 2018 y al que se sumaron Google, Facebook, Twitter, Microsoft, Mozilla y TikTok.
No deja de ser curioso que la preocupación contraria -es decir, el dominio omnímodo de las grandes tecnológicas sobre el discurso político- se mantenga al mismo tiempo que la preocupación de que no estén censurando lo suficiente, con el suficiente alcance y lo suficientemente rápido. De hecho, las grandes tecnológicas tuvieron que responder en el Congreso norteamericano recientemente y en varias ocasiones de este predominio monopolístico y liberticida ‘por lo privado’ que carece de control y que no responde ante nadie.
Donald Trump, de hecho, víctima de ese mismo poder al quedar efectivamente expulsado de casi todas las plataformas incluso cuando era presidente, amagó en su día con meter mano a las tecnológicas, bien mediante la legislación antimonopolio, bien obligándolas a definirse como publicaciones y, en tal caso, responder de todo lo que publiquen.
En Europa, y en la dirección esencialmente opuesta a la de los líderes comunitarios, países como Polonia han aprobado leyes que castigan económicamente a las redes sociales que censuren mensajes no penados por la legislación nacional.
En definitiva, el uso de las omnipresentes redes como herramienta de control político universal es una de las grandes batallas de estos últimos años que, sin embargo, pasan con frecuencia bajo el radar de la opinión pública.