Aun cuando la nacionalidad ha sido mayormente estudiada bajo el prisma del derecho humano a disponer de una ciudadanía, algo en lo que nuestro país ha sido vanguardia, muchas menos reflexiones se han acometido sobre el también derecho de los Estados a proteger a sus ciudadanos, despojando, incluso, de la nacionalidad a los que se comportan de manera desleal e insolidaria.
Nuestra Constitución, en consonancia con las Constituciones democráticas, prohíbe privar de la nacionalidad a los españoles de origen. Si bien, en uso de su libertad, pueden renunciar a ella cuando hubieren adquirido otra. Distinto tratamiento se aplica a los nacionales no originarios, los cuales pueden perderla, asimismo, como marca el Código Civil, a causa de sanción. Ésta se concreta hoy en hacer uso durante tres años de la nacionalidad que declararon renunciar, o cuando entren voluntariamente al servicio de las armas o ejerzan cargo político en un Estado extranjero contra la prohibición expresa del Gobierno. La nulidad se reserva para las causas de fraude en la obtención.
Parece proporcionado que, junto a la elevación de las exigencias para la adquisición de la nacionalidad, se despoje de ésta a los nacionalizados que den la espalda a España
En los últimos años, numerosos son los países occidentales que, como respuesta al fenómeno terrorista, se han provisto de legislaciones para desnacionalizar. Francia, Italia, Bélgica, Dinamarca, son algunos ejemplos de ello. El argumento es claro y conciso: el deber de los Estados de proteger a sus ciudadanos y a sus instituciones cuando se produce un acto de suma y flagrante deslealtad y atropello.
La Francia de François Hollande y Manuel Valls, en este sentido, intentó hace escasos años una reforma ni más ni menos que de la Constitución francesa para permitir la extensión de la privación de la nacionalidad incluso a los franceses de nacimiento que dispusieran, asimismo, de otra nacionalidad, cuando fueran condenados por un crimen que supusiera un grave ataque contra la vida de la nación. La reforma, finalmente, a pesar de ser aprobada con alguna modificación todavía más categórica y contundente por la Asamblea Nacional, no prosperó ante la negativa del Jefe del Estado a aprobar la versión saliente del Senado.
Si bien el globalismo ha restringido las políticas estatales con respecto a las leyes de nacionalidad, al mismo tiempo, algunos Estados de Europa disponen, sin embargo, de legislaciones mucho más firmes y contundentes que la nuestra en materia de pérdida de nacionalidad, no contando generalmente con más límite, para determinados supuestos, que la situación de apatridia. Unos lo aplican como respuesta a la comisión de delitos graves contra el Estado, otros, como réplica a actos contra el orden constitucional, las instituciones nacionales y los intereses nacionales, y alguno, incluso, prevé la desnacionalización cuando se cometen determinadas acciones desleales discursivas. Bélgica, en ese sentido, al adherirse en el 2014 a la Convención para reducir los casos de apatridia, hecha en Nueva York el 30 de agosto de 1961, se reservó el derecho a privar de la nacionalidad a determinados belgas cuando fueran condenados con pena de prisión de al menos cinco años, en supuestos como, entre otros muchos, atentados y conspiraciones contra el Rey, la familia real y contra el Gobierno, o, por ejemplo, en delitos contra la seguridad interior del Estado.
En España, nuestra legislación prescribe que, para adquirir la nacionalidad por opción, carta de naturaleza o residencia, entre otros requisitos, se preste una declaración de juramento o promesa de fidelidad al Rey y de obediencia a la Constitución y a las leyes, pudiéndose denegar, en la adquirida por residencia, por motivos razonados de orden público o interés nacional. Es lógico que así sea. La nacionalidad envuelve, en toda su extensión, muy diversos aspectos. Algunos, los más, de implicación con una tradición y con unos principios. Y otros, en toda su dimensión jurídica, relacionados con unos derechos, pero también con los, en ocasiones olvidados, correlativos deberes, sean estos constitucionales o de cualquier otro rango normativo. Por esa razón, con todo el sentido, no son pocas las resoluciones judiciales, incluso del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que subrayan la legitimidad de los Estados para proteger la especial relación de solidaridad y de lealtad entre los mismos y sus nacionales, así como la reciprocidad de derechos y deberes como fundamento del vínculo de nacionalidad.
En consecuencia, si ser español conlleva la concesión de considerables derechos por el Planeta, parece proporcionado que, junto a la elevación de las exigencias para la adquisición de la nacionalidad, se despoje de ésta a los nacionalizados que, por ejemplo, al servicio de grupos terroristas o cometiendo delitos contra la Constitución y la soberanía nacional, den la espalda a España combatiendo a la nación y a nuestra democracia y libertad.