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Un método con el que seguir cobrando por la influencia política que detenta

Que fluya el dinero: Hunter, el hijo de Biden, se lanza al mundo de la pintura

Joe Biden y su hijo, Hunter Biden
Joe Biden y su hijo, Hunter Biden

Hunter Biden, el tarambana degenerado vástago de Joe Biden, tiene súbitamente un problema. Después de que saliera a la luz el escándalo de su disco duro, cuidadosamente ninguneado en su día por la prensa del régimen, que desvelaba una red de oscuros negocios con potencias enemigas de Estados Unidos y amistades más que peligrosas, y ahora que su papá está en la Casa Blanca como torpe vocero de sabe Dios qué intereses, sabe que le van a vigilar de cerca y que no va a poder seguir cobrando sin riesgo las cantidades obscenas a las que está acostumbrado.

¿Qué hacer, como seguir haciendo que fluya el dinero, que siga cobrando por la influencia política que detenta, sin ponerse en peligro? Arte, por supuesto.

Aunque en sus 51 años de vida nadie le ha visto la vena artística al muchacho, ni ha tenido en sus muchas actividades, la mayor parte poco confesables, inclinación alguna a las musas, ahora Hunter Biden no solo ha descubierto su vocación pictórica, sino que está vendiendo sus obras como churros, suponiendo que los churros se vendieran a un precio entre 75.000 y 500.000 dólares la unidad.

El arte moderno es cosa maravillosa, como pudimos comprobar recientemente con el artista que vendió la nada absoluta, un espacio vacío, con el nombre de ‘escultura invisible’ por una pequeña fortuna. Es el mercado de Humpty Dumpty, donde el producto tiene el valor de lo que se quiera pagar por él, sin que nadie pueda gritar con consecuencias tangibles que el emperador está en pelota picada. Si alguien vende por una millonada una chabola que se cae a pedazos en el peor barrio de la ciudad, ahí estarán los inspectores para desvelar el fraude. Pero si lo llamas “arte”, estás siempre a salvo.

Un reportaje del 14 de junio en Artnet cuenta esta repentina conversión artística del hijo del presidente. Hunter, cuenta el reportaje, tiene por marchante a Georges Bergès, de la galería epónima con salas en Nueva York y Berlín y sus piezas se venden por un precio entre 75.000 y medio millón de dólares. Otro marchante de nota, Alex Acevedo, ve el negocio: “Cualquiera que compre una de las obras de Hunter tiene garantizado un beneficio instantáneo. Es el hijo del presidente, todo el mundo querría tener una parte en eso”. Y, bueno, sí, siempre que definamos con precisión “eso”, lo que no es probable que se atrevan a hacer. Acevedo cree que alguna de sus piezas podrían alcanzar una cotización de un millón de dólares, un montón de dinero para cualquier hijo de vecino, pero una insignificancia comparado con el gasto del Gobierno americano -este año, cinco billones de dólares, con ‘b’ de ‘burrada’- del que podría beneficiarse algún comprador que sepa apreciar el buen arte.

Los cabilderos ya están haciendo cola, súbitamente apasionados por las artes plásticas. Después de todo, esto no es como darle un sobre al hijo del presidente para que hable bien de ti a papá cuando haya que adjudicar ese sabroso contrato de Washington, para nada: es, sencillamente, ser un enamorado del valor imperecedero de la belleza.

Aun así, aunque no puede haber nada censurable, al contrario, en gastar una pasta gansa en algo tan noble como el arte, es probable que algunos compradores, quizá por encomiable modestia, prefiera dejar su buen gusto en el anonimato. Y, ¡albricias!, resulta que la Galería Georges Bergès no revela los nombres de los compradores que eligen permanecer en la oscuridad.

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