«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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LA SOCIEDAD LLAMA A SU GENDARME

¿Quién manda en Venezuela?

Cuando José Luis Rodríguez Zapatero, Josep Borrell, Pedro Sánchez, Antonio Guterres, los negociadores noruegos, el Departamento de Estado de los Estados Unidos y la administración Trump se aproximan a Venezuela con “soluciones”, estaría dentro de lo medianamente aceptable que partieran de certezas históricamente comprobables, más que de leyendas urbanas y consignas de opositores falsarios.

He dicho ya que a Venezuela se la estudia partiendo de las verdades básicas: el chavismo es una organización criminal y no política, no hay oposición y no hay espacio para hacer política en ese escenario.

Entendido esto, un elemento adicional debe tenerse en cuenta por los policy makers a la hora de plantear soluciones en Venezuela, pues es imposible hallar soluciones sin responder a una pregunta:

¿Quién manda en Venezuela?

La Historia es una

Todos los cronistas, historiadores y protagonistas coinciden en afirmar que la Guerra de Independencia de Venezuela fue la más sangrienta y cruel de todo el continente. El hispanista inglés John Lynch se refiere a ella como La guerra violenta.

Los relatos de un laureado guerrero del ejército español como Domingo de Monteverde dan cuenta de un hombre horrorizado con la crueldad del día a día y la hostilidad –incluso de la propia naturaleza– para con sus ejércitos, diezmados por lanceros llaneros o por caimanes y pirañas.

Fue el conflicto de una sociedad minuciosamente segregada, incluso entre los habitantes de raza blanca –divididos entre nacidos en España, nacidos en el territorio y blancos pobres o de orilla– que podían haber nacido donde quisieran pero no eran nobles. Los blancos, reñían entre sí por privilegios y beneficios.

Los pardos, que eran todos aquellos habitantes mestizos, sumados a los negros esclavos y libertos e indios, eran mayoría. Los pardos, con todo y el poder económico que en actividades comerciales de distinto tipo pudiesen obtener, no tenían forma alguna de ascender socialmente. En derechos y privilegios, eran menos que los blancos.

El rosario de quejas al respecto, la intervención de la propia Corona para poner fin a los desenfrenos segregacionistas de los criollos contra el resto de nativos, solo dejaron una sociedad cada vez más resentida.

El odio social fue el resultado. Una guerra de veinte años la consecuencia.

No sabían esos criollos que declararon su rebeldía en 1808 ante la invasión napoleónica, que pasarían dos décadas de guerra de independencia, más treinta años de hegemonías políticas afincadas en las armas que terminarían en otra guerra, cuyas consecuencias no dejarían de hacer sonar balazos fratricidas hasta ya entrado el siglo XX.

En manos del árbitro

La sociedad venezolana llegó a estar exhausta de la guerra, de su penuria y del padecimiento permanente que para una población significaban los reclutamientos, el saqueo y las confiscaciones.

Demográficamente diezmados, económicamente arruinados, el país reclamó en 1830 la paz independiente que se le había prometido desde 1811, sin que se viera en el proyecto de la República de Colombia dicha realización.

Ahí, las fuerzas vivas –silentes pero vivas–, entendieron que tenían un ejército Libertador y unos Libertadores, con José Antonio Páez a la cabeza, que debían ser los llamados a garantizar esa paz que, desde Bogotá, Bolívar no podía garantizar.

La solución fue simple: dadle a los hombres de armas lo que estos quieran, a cambio de que nos den la paz y la tranquilidad, la paz de la independencia. Que gobiernen los hombres de armas, que dispongan de la Hacienda nacional, que se enriquezcan y que de forma directa o a través de terceros ejerzan el poder. Pero que no hagan la guerra. Que sometan al que quiera la guerra, que sometan al que quiera desequilibrar nuestra paz.

Un gendarme es necesario dentro del concepto de cesarismo democrático del que escribió Vallenilla Lanz. Un árbitro que actúe cada vez que los actores políticos se nieguen a mantener lo que esa sociedad considere una convivencia pacífica.

El Gendarme

Aparece, en primerísimo lugar, el general José Antonio Páez, general de los ejércitos venezolanos dejado al mando del departamento Venezuela cuando Bolívar partió a Bogotá a presidir la unión que conformaban Ecuador, La Nueva Granada y Venezuela: La República de Colombia. Hoy conocida como “La Gran Colombia”, el utópico proyecto de Bolívar que zozobró por las obvias contradicciones a lo interno de cada una de esas sociedades.

No fue Páez quien por decisión particular ni por ansias de hegemonías personales separó a Venezuela de la unión colombiana. Fue un amplio movimiento incubado en el seno de la sociedad hastiada de guerras y de desgastes económicos quien lo empujó, casi contra su voluntad, a encabezar la separación de Venezuela.

El mandato, casi de dictadura cesarista, fue claro: garantice con su prestigio de hombre de armas y Libertador, la seguridad de la Nación. Para eso, encabece el Estado o decida quien debe encabezarlo, pero sea usted, señor gendarme, el garante.

Pero se equivoca quien cree que es un hombre el gendarme. No es Páez el gendarme ni era José Tadeo Monagas contra Páez el gendarme ­–como no lo eran Guzmán, ni Crespo ni Cipriano Castro ni Gómez, en sus tiempos respectivos–.

El Gendarme es el cuerpo armado. El Ejército Libertador de inicios de la República o el Ejército formado a posteriori a conveniencia. Los hombres de armas que la sociedad reconozca como legítimo Gendarme.

Lo fueron el ejército federalista de Guzmán, que ganó la Guerra Federal, y el Ejército Nacional creado por Gómez, que acabó con todos los caudillos regionales que quedaban en Venezuela, unificando el mando y el país. Paz, Unión y Trabajo fue el lema.

¿Qué logró Chávez? Lo mismo que lograron sátrapas del pasado: confundir en el imaginario popular su figura con la del Gendarme. El Gendarme es un cuerpo colectivo, no un individuo.

Esa tesis del neofascista argentino Ceresole del Caudillo-Ejército-Pueblo, es una negación antihistórica de la Nación que es Venezuela, donde la sociedad no confía en un hombre al mando sino en un cuerpo armado comandado, provisoriamente, por mandatarios eventuales, en horas de crisis.

Chávez no fue ese mandatario eventual, sino un simple continuador de la figura del mandatario electo, luego negado a apartarse a través de reelecciones eternas y convertido en espanto putrefacto en la silla presidencial.

La Nación sigue estando ahí ¿y a quien llama para detener a la organización criminal que la secuestra? Al Gendarme. Le pide a la Fuerza Armada que se ponga del lado de la sociedad, que desconozca al régimen, que cruce el Rubicón.

Grupos significativos lo han hecho, sin éxito. Hasta el momento, más de seis mil militares venezolanos se encuentran exiliados por el chavismo y más de tres centenares permanecen en los calabozos del régimen, acusados de rebelión.

¿Dónde está el Gendarme? No está ya en esa Fuerza Armada Nacional, que se convirtió en parte del régimen criminal y en depositario o escudo protector del estamento chavista y su poder.

La sociedad venezolana hoy, como en 1830 o 1864, con el mismo ímpetu de 1899 o 1908, exige al Gendarme que aparezca y nada que lo hace.

Pero el requerimiento está ahí. Siendo así, solo queda establecer lo obvio: un liderazgo político genuinamente opositor está llamado a organizar un nuevo cuerpo armado al servicio de la sociedad venezolana. Será ese cuerpo armado quien actuará en función de los requerimientos de esa sociedad.

Porque el poder en Venezuela lo ejercen las armas y el proceso chavista –armado desde el principio– no podrá ser desmontado sin la intervención armada que debe encabezar el Gendarme que la sociedad decidió como árbitro de sus controversias políticas.

No es triste la verdad,  lo que no tiene es remedio. Pero dicho todo esto, queda la pregunta: ¿dónde esta la clase política que hará lo propio por responder el anhelo de la sociedad venezolana, hoy?

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