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LA IZQUIERDA PERUANA Y SUS LAZOS CON EL NUEVO PRESIDENTE

Sagasti: ¿el Kérenski peruano?

Si bien los peruanos estamos acostumbrados al vaivén de la crisis interminable, resulta desconcertante cómo el país ha girado dramáticamente su vida política desde 2016 hasta este fatídico 2020, con pandemia y recesión incluidas.

Aunque las elecciones presidenciales de hace cuatro años no tuvieron el sesgo ideológico marcado de las del 2011 –el filochavista Humala versus la derechista Fujimori–, sí estuvieron conducidas por el “antivoto”. Es decir, la orientación del votante, no a favor del candidato que le genera simpatía, sino en oposición al triunfo del candidato al que rechaza.

Que la política peruana está desprestigiada y sus protagonistas son los menos indicados para ocupar los puestos que ostentan, es quizás el único punto en el que coinciden los expertos y críticos del sistema republicano, ya sean de izquierda, derecho o centro –si es que tal cosa existe en estos días–.

El parlamento disuelto en septiembre de 2019 fue el episodio cúspide de una larga serie de golpes y contragolpes entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo por tomar protagonismo mediante la anulación de su rival.

La disolución del Congreso, dada por el expresidente Martín Vizcarra, tuvo bastante aceptación popular. Los trasnochados analistas de la Constitución y de todo su enmarañado aparato de artículos e incisos no pudieron vencer al discurso populista.

Los que salieron en defensa de la institucionalidad republicana chocaron con la revancha de los ciudadanos de a pie, esos que votan obligados cada cinco años por personas a las que apenas reconocen y terminan eligiendo por gestos infantiles o eslóganes desmesurados.

Vizcarra cerró el anterior parlamento prometiéndole al Perú que cesarían los conflictos políticos, que la prioridad sería recuperar la economía y que las cosas irían mejor de aquí en adelante. No presentó plancha parlamentaria propia, pues no pensó que la necesitara. Distanciado de Peruanos por el Kambio (PPK), su partido original, el expresidente tuvo de aliados en el Congreso disuelto a la denominada Bancada Liberal y a los izquierdistas de Nuevo Perú y el Frente Amplio.

La izquierda peruana llegó dividida a las elecciones parlamentarias 2020, pero de la Bancada Liberal salieron dos candidatos: Gino Costa y Alberto de Belaunde, esta vez bajo el paraguas del Partido Morado.

Este partido fue fundado por Julio Guzmán, un exfuncionario del gobierno del expresidente Ollanta Humala –investigado por presuntos vínculos con Odebrecht– y que es el brazo político de la agenda progresista en el Perú, el trampolín electoral de las élites educadas y burguesas de los distritos más acomodados de la capital.

Fortalecidos desde las cátedras universitarias y las oenegés, enquistados en los ministerios de Educación, Cultura, Mujer y Desarrollo e Inclusión –este último es legado de Humala–, ahora necesitaban representantes en el parlamento y los consiguieron. Francisco Sagasti, hoy presidente, encabezó la lista.

Pero el Congreso 2020 no resultó como Vizcarra quería. Agrupaciones populistas, plagadas de parlamentarios de dudosas capacidades intelectuales, llenaron las curules y desafiaron al Ejecutivo desde que se instalaron en el hemiciclo. La pandemia, que llegó al mismo tiempo que los nuevos congresistas, aceleró aún más la crisis.

Vizcarra tuvo una pésima respuesta en política económica y sanitaria. Llegó a implementar la restricción por género “para combatir la pandemia del machismo y el patriarcado”. A esto hay que agregar sus repetidas mentiras sobre los vínculos con el ridículo caso “Richard Swing”, un cantante que habría cobrado fuertes sumas de dinero por parte del Estado sin cumplir con los requisitos, esto debido a su presunta amistad con el presidente.

Todo lo anterior desencadenó dos procesos de vacancia. Del segundo no se salvó.

Fueron 105 votos a favor de vacar a Vizcarra por “incapacidad moral permanente”, lo que encendió la mecha de una de las protestas más grandes que han ocurrido en el Perú desde la caída de Alberto Fujimori en el 2000. Pero no seamos ingenuos, esas manifestaciones no fueron espontáneas como tanta marioneta en los medios de comunicación ha repetido hasta el hartazgo.

Tampoco es que la izquierda y el progresismo hayan actuado como villanos sabelotodo, manipulando las consciencias individuales como si de personajes de ciencia ficción se tratara, pero fueron mucho más hábiles que sus contrincantes, entendieron que su oportunidad había llegado. Movieron todos sus recursos y actores para que se instalara una narrativa que les funcionara para frenar a la nueva administración encabezada por Manuel Merino, quien era elpresidente del Congreso.

Según la izquierda, “hubo un golpe de Estado y los ciudadanos tenían derecho a la insurgencia contra un gobierno ilegítimo”.

Frente a la maquinaria progresista –que se alimenta de las universidades, oenegés y medios de comunicación–, la derecha que se había hecho con el poder transitorio, desfasada e incapaz de reconocer las nuevas narrativas de la comunicación política, se convirtió en presa fácil para el odio irracional de las turbas de jóvenes desempleados y sin estudios a la que se ha bautizado de forma muy aduladora como “generación del Bicentenario”.

Después de dos muertos en las violentas manifestaciones en Lima –a fin de cuentas la ciudad que más importa para controlar el Perú–, ocurrió la caída de Merino, quien renunció con un mensaje a la nación un domingo por la tarde, seguido de estrepitosos cacerolazos de celebración desde las ventanas y balcones de medio país.

La “legitimidad de la calle” había vencido a la legalidad de la Constitución. El meme, el hashtag y la cultura de la cancelación se impusieron sobre el análisis.

Solo la inminente elección de Rocío Silva Santiesteban, comunista del Frente Amplio, como nueva presidenta del Congreso, y por sucesión constitucional ante la renuncia de Merino, nueva Jefa de Estado, callaron las celebraciones. Eso sí, el Partido Morado apoyó su candidatura, con dubitaciones. Aunque los morados se hagan llamar liberales, comparten muchos puntos en común con la izquierda.

Tras muchas discusiones y auténticos chantajes de “ilustres” politólogos, constitucionalistas y comunicadores,  la lista del Partido Morado –encabezada por Francisco Sagasti– resultó ser “la única con la legitimidad de ser elegida para presidir la mesa directiva del parlamento”.

Los promotores del Partido Morado basaban sus argumentos en que sus candidatos habían votado en contra de la vacancia y se habían opuesto al “golpe”. Al final ganaron en la votación y Sagasti fue elegido presidente de la República. Su primera vicepresidenta es la integrante del Frente Amplio, Mirtha Vásquez, quien quedó a la cabeza del parlamento.

En contraste con Manuel Merino, un parlamentario de provincia con estudios universitarios inconclusos, poca empatía y nulo manejo de escena, Sagasti triunfó por su verborrea hipnótica, sus títulos y experiencia profesional. Una vez más, el discurso aspiracional venció, y su investidura tranquilizó tanto a los empresarios ­–por su perfil de estadista– como a la izquierda capitalina, de corte globalista.

Los peruanos solemos impresionarnos fácilmente por un “profesional de éxito”. El expresidente Pedro Pablo Kuczynski –antecesor de Vizcarra– triunfó en las elecciones de 2016 por ser, entre otras cosas, el hombre de los títulos de Oxford y Princeton, el funcionario del Banco Mundial que se codeaba con los pesos pesados del Grupo Bilderberg.

Kuczynsky, ya debilitado por sus presuntos vínculos con la corrupta constructora brasileña Odebrecht, renunció a la presidencia en 2018. Actualmente es investigado por lavado de activos y permanece con arresto domiciliario.

Sagasti, el hombre que pidió un autógrafo a un terrorista del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) cuando fue rehén durante el secuestro de la residencia del embajador japonés en 1996, hoy apunta su artillería contra la policía peruana, acusada de haber asesinado a dos manifestantes durante las violentas marchas que azotaron Lima en plena pandemia del Covid-19, azuzadas por periodistas e incluso médicos que hasta una semana antes repetían como loros que nadie debía salir de su casa.

Francisco Sagasti, presidente transitorio del Perú por azar, exfuncionario del Banco Mundial y miembro fundador del inefable Partido Morado, se vislumbra como una suerte de Kérenski peruano; el antecesor a la revolución –con la cual aparentemente simpatiza–, y a la que no podrá contener por más llamados a la calma y reconciliación que exponga en los medios subvencionados con publicidad estatal.

Y si algún riesgo puede traer al Perú un gobierno, así sea transitorio, presidido por un personaje de este perfil –y sus aliados de la izquierda– es el del fin de la convivencia democrática.

Por más fallas que tenga, esa convivencia nació del pacto político tras la instauración de la Constitución de 1993 y ahora muchos quieren dinamitarla llamando a elegir una nueva carta mediante una “Asamblea Popular”.

Sagasti puede parecer un hombre sensato y preparado, pero habría que ser cómplice o ingenuo para creerse el cuento de que se dará voz a todas las fuerzas políticas en esta transición a las elecciones del 2021, cuando la realidad es que en el Perú el poder se ejerce en desmedro del que lo pierde.

Kérenski, el antecesor a la revolución bolchevique

Aleksándr Kérenski pasó a la historia como el líder del gobierno provisional ruso tras la caída del último zar. A pesar de sus habilidades políticas y apetitos revolucionarios, fue superado en ambición por los bolcheviques, quienes se hicieron con el poder total e instauraron una dictadura totalitaria que solo provoca nostalgia a los psicópatas admiradores de Lenin y Stalin.

El nuevo presidente peruano recuerda mucho a Kérenski. No solo es el representante de la alianza entre los liberales progresistas y la izquierda caviar contra la derecha conservadora, también asume la presidencia transitoria en medio de una “atmósfera revolucionaria”, con la minería y la agroexportación asediadas por turbas enardecidas y la policía puesta en el banquillo de los acusados por oenegés y grupos de presión que exigen acabar con el modelo económico, por más que este haya ayudado a reducir la pobreza.

Francisco Sagasti, presidente transitorio del Perú por azar, exfuncionario del Banco Mundial y miembro fundador del inefable Partido Morado, se vislumbra como una suerte de Kérenski peruano; el antecesor a la revolución –con la cual aparentemente simpatiza–, y a la que no podrá contener por más llamados a la calma y reconciliación exponga en los medios subvencionados con publicidad estatal.

Sagasti puede parecer un hombre sensato y preparado, pero habría que ser cómplice o ingenuo para creerse el cuento de que se dará voz a todas las fuerzas políticas en esta transición a las elecciones del 2021, cuando la realidad es que en el Perú el poder se ejerce en desmedro de quien lo pierde.

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