Donald Trump estuvo ayer en el programa de Sean Hannity, en la cadena Fox, para recordar que la clave de la victoria del Partido Republicano en las elecciones legislativas de 2022 es mantener una plataforma política en torno al lema que le hizo famoso de volver a hacer América. Trump lo tiene claro: el GOP solo puede diseñar una sólida línea en torno a las ideas calificadas de ‘populistas’ que le dieron la victoria en 2016 o resignarse a quedar apartado del poder por los siglos de los siglos.
«¿Debería ser ahora esta la agenda del Partido Republicano?”, le preguntó Hannity. “¿Debería quien quiera presentarse candidato a la Cámara o al Senado adoptar esta agenda de “Volvamos a Hacer Grande América” y luchar por lo que usted luchó durante los cuatro años en que fue presidente”.
La respuesta de Trump no pudo ser más tajante: “Si quieren ganar, sí”.
Parece la respuesta de quien está poseído de sí mismo, de un megalómano narcisista convencido de que no hay otro camino más que su camino, aislado en su cámara de eco. Pero Trump, simplemente, tiene razón.
Para entenderlo hay que retrotraerse unos cinco años, cuando el magnate empezó a despuntar en el partido y todos los medios lo tomaron como una broma. En ese tiempo, el GOP era, con toda la distancia y los matices que se quieran, el PP. O, en realidad, cualquier partido ‘conservador’ occidental en el bipartidismo tácito de posguerra.
Como todos los partidos ‘de derechas’ de Occidente, los republicanos no tenían el menor interés en la ‘guerra cultural’, se habían convertido, en la práctica, en los conseguidores de los grandes intereses empresariales siguiendo la vieja máxima de que “lo que es bueno para General Motors es bueno para América”.
Solo que General Motors no es ni sombra de lo que fue, y las fábricas de casi toda la industria se habían ido a China, México, Vietnam y otros lugares donde poder pagar cuatro duros a tipos sin veleidades sindicales que producían durante doce horas. Las que quedaban no estaban por la labor de pagar lo que habían estado pagando al obrero norteamericano, un sueldo que le permitía mantener cómodamente a una familia, así que coincidían al cien por ciento con los demócratas, aunque por otras causas, en la necesidad de que entraran en el país todos los inmigrantes posibles.
Y de repente hubo una enorme bolsa de votantes que habían visto desaparecer sus trabajos seguros y bien pagados y ahora tenían que competir con recién llegados de fuera del país, para los que a menudo Estados Unidos no significaba nada, por un puesto en Wal Mart. Era un público objetivo inmenso sin nadie que respondiera a sus preocupaciones.
Y Trump, empresario al fin, supo ver ese ‘mercado desatendido’, convirtiendo asombrosamente al GOP en el partido de los trabajadores. Y ganó las presidenciales, contra el viento de los unánimes grandes medios y la marea de los intereses del estado profundo, la maquinaria política de Washington.
No es un fenómeno exclusivamente norteamericano. En toda Europa observamos el creciente auge de partidos y movimientos -muy distintos entre sí, por lo demás-, que responden a esa demanda de una masa de población que ve cómo sus líderes han decidido liquidar su soberanía, despreciar sus raíces y abaratar sus vidas en el proyecto globalista.
Trump volvió a confirmar, en la entrevista con Hannity, que se presentará a las presidenciales de 2024, una decisión, dijo, “más que seria”. Ese sería, para muchos, el titular obligado. No lo creo así. Individualizar todo el movimiento que llevó a Trump a la victoria en 2016 en el propio Trump, pretender que es la obra de un solo hombre y que morirá con él, o moriría sin él, es no haber estado atento al partido. Es mucho más importante lo que está detrás, lo que estaba antes y, como dice el propio expresidente, lo que podría dar la victoria a los republicanos en las legislativas de 2022.
