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VEINTE MIL SOLDADOS GUARDAN EL CAPITOLIO

Washington se prepara para el asalto de los casacas rojas (o eso parece)

Policías durante el 'asalto' al Capitolio.
Policías durante el 'asalto' al Capitolio. Reuters

Veinte mil soldados guardan el Capitolio y sus aledaños en Washington, suficientes para una batalla mediana, durmiendo en el suelo de las augustas sedes del poder popular y custodiando un perímetro rodeado por enormes vallas de alambre de espino y bloques de cemento, como si la capital se preparara de nuevo para el asalto de los casacas rojas británicos. Todavía queda tiempo, quizá les dé para cavar un foso con cocodrilos.

Pero no, son solo los preparativos del presidente más popular de la historia, el que más votos ha recibido, millones de votos más que su antiguo jefe, el reverenciado mesías Barack Obama. Solo hay que oírle balbucear dos minutos para entender por qué este hombre, el que entra con más edad en la Casa Blanca, ha arrasado en las urnas, pese a que lleve toda su vida en política y haya intentado antes dos veces en vano salir nominado por el Partido Demócrata para la Presidencia.

No se dejen engañar por su casi inexistente campaña electoral, o por el escasísimo número de asistentes a sus mítines cuando le daba la pájara de salir de su sótano: Joe Biden es el líder firme que Estados Unidos necesita en esta crisis. Empezando por su extraordinaria humildad. ¿Qué otro líder dejaría de explotar políticamente sus espectaculares resultados electorales, quién dejaría de utilizarlos para sacar pecho e imponerse sobre el aparato de su partido?

Su propio rival, el tramposo Donald Trump, no dejaría de mencionar tan arrolladora victoria. Pero Joe el Modesto, lejos de presumir, ni siquiera lo menciona. Más aún: se ha negado a auditar los resultados del más pequeño de los condados que le disputa el egocéntrico Trump; no, como afirman sus rabiosos enemigos, para ocultar trampa alguna, sino para no humillar más al enemigo caído.

No quiero imaginar el mal rato que estará pasando el hombre viendo cómo todos sus partidarios niegan el pan y la sal a Trump y a sus votantes, cómo las redes les vetan y expulsan, los bancos les niegan créditos, sus patronos les despiden y se pide a las aerolíneas que no les permitan volar.

Incluso un anónimo directivo de Twitter ha grabado en secreto a su jefe, Jack Dorsey, una reunión virtual en la que el CEO de la red social confiesa que la purga censora no va a acabar el 20 con la investidura de su hombre en Washington, sino que se va a ampliar a muchas más cuentas y va a durar mucho más tiempo. Al enemigo, ni agua. Ni, por supuesto, la palabra.

Mientras, continúa el proceso de destitución de un presidente al que le quedan menos de cinco días de mandato, nada que ver aquí, es la cosa más normal del mundo. Solo se trata de una humillación ritual dirigida a sus seguidores, para que aprendan a votar lo que se les dice de una vez por todas.

Claro que el Cielo ciega a quienes quiere perder, porque inhabilitar a Trump es lo mejor que le podía pasar al trumpismo. Trump es demasiado egocéntrico, se ha pasado por el forro las promesas de campaña con más tirón y, en definitiva, era el hombre perfecto para galvanizar la resistencia, no para llevarla a la victoria.

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