Bruselas es como el desagüe que vacía una bañera al extraer el tapón. Todo lo atrae hacia sí, a gran velocidad, y finalmente lo devora. Así ha logrado destruir casi en silencio el deseo de soberanía de las naciones, la capacidad de tomar decisiones propias en un montón de ámbitos, y la búsqueda y mantenimiento de una cierta autosuficiencia energética. Un inspirador ensayo del polaco Krzysztof Tyszka-Drozdowski en The American Conservative sobre «el estado de Europa» trata de enseñar a los americanos lo que no hay que hacer, tras fijarse en los mayores errores de Francia, Gran Bretaña y Alemania.
Señala el autor que, en Francia, «tanto las élites liberales como los populistas han abandonado la noción de soberanía nacional» y han visto cómo «la independencia energética continúa erosionándose»; el Reino Unido «cae cada vez más en el estancamiento, una gerontocracia con niveles de vida en declive»; y Alemania es «un mercado más que un país», por estar «dirigida por políticos capturados por grupos de intereses especiales». Quizá sea la observación sobre Alemania la más preclara y la que menos discusión ofrece.
Sobre Francia, el escritor polaco lanza otra sentencia certera: «De un estado de independencia energética, el año pasado Francia había llegado al punto en que tenía que comprar energía a Alemania. La crisis energética de Francia no es el resultado de la guerra en Ucrania, sino el resultado del desmantelamiento del sector nuclear». Tal vez puedan escuchar su voz también en La Moncloa. Y en cuanto a Alemania, considera que, desde los 90, el aumento de productividad no se ha traducido en aumentos salariales, en una tendencia que se identifica ya como el gran objetivo de las élites del país: «Mantener la competitividad de las exportaciones alemanas a toda costa».
Junto a la necesidad de recuperar soberanía en las naciones y que la UE vuelva a ser un modo de cooperación y no una manera de vender el alma de los pueblos al diablo de Bruselas, asoma estos días la enésima sombra sobre las instituciones transnacionales y los organismos de gobierno global. La razón es que The Wall Street Journal desveló que un memorando reciente del Departamento de Estado de EE. UU., enviado a la Casa Blanca y a varios congresistas, concluye que la pandemia «probablemente surgió de una fuga de laboratorio». Exactamente lo mismo que se negaron a investigar organismos como la OMS y que la izquierda mediática internacional descartó una y otra vez con el manido etiquetaje de «teoría de la conspiración». Cada día son menos originales.
Shawn Fleetwood aborda el asunto en The Federalist: «El obediente cambio de narrativa de los medios sobre la teoría de la fuga de laboratorio de Covid es sólo otro recordatorio de que los ‘periodistas’ de hoy son activistas del Partido Demócrata especializados en manipulación». Terminales progresistas se apresuraron a modificar tímidamente el relato del origen del covid, publicando los hallazgos del Gobierno de Biden, y eliminando esta vez toda insinuación «conspiranoica». Si bien, concluye el autor, «desde el engaño de la colusión de Rusia, o la respuesta al covid, hasta los disturbios de Black Lives Matter», estos medios «siempre han colocado su agenda política personal por encima de los hechos».
Gran parte del relato falseado sobre el origen del covid tuvo que ver con el poder de China, en la OMS y fuera de ella. Parte de ese poder es otorgado. Esta semana el Gobierno americano filtró que el régimen comunista sopesa dar armas a Rusia, y los editores de National Review interpretan que «la administración Biden está preparando al pueblo estadounidense para algunas malas noticias». En un análisis pormenorizado de las razones por las que a China podría interesarle o no una escalada sangrienta en la guerra de Ucrania, la revista defiende que «la idea de que los genocidas de Pekín se emocionarían al pensar en ciudades bombardeadas y civiles muertos es risible». Por el contrario, argumentan que «la guerra de Rusia contra Ucrania ha sido una doble victoria para Pekín». «Gracias a las sanciones», añaden, «el comercio de Rusia con Occidente se ha reducido drásticamente, pero ha podido recurrir a China en busca de los bienes, que van desde automóviles hasta productos electrónicos, necesarios para mantener satisfechos a sus consumidores y abastecida su base industrial. Más importante aún, en China, Rusia tiene un cliente confiable que estará dispuesto a comprar cantidades cada vez mayores de petróleo, gas y otras materias primas que ya no puede vender a Occidente». «Dadas las circunstancias», observan, «China no tiene interés en ver a Rusia disolverse en el caos que podría traer la derrota, tanto por razones económicas como geopolíticas», «tiene interés en la prolongación de una guerra que mantiene a Rusia dependiente y a Estados Unidos (costosamente) distraído».
«Lo único positivo de una alineación chino-rusa más letal», concluye el editorial, «sería si pusiera fin de una vez por todas a la pretensión de que podemos ser socios de China en algunas áreas (el clima, digamos) y rivales en otras. No podemos. Y comportarnos como si pudiéramos es más peligroso que un reconocimiento directo de una nueva Guerra Fría». Tal vez los editorialistas deberían enviar una caja de ejemplares de National Review a la Casa Blanca.