Jean-François Revel fue uno de los grandes intelectuales franceses, europeos, occidentales del siglo pasado, el siglo de la Megamuerte y de los totalitarismos pardo y rojo, hermanos de sangre. Revel, intelectual comprometido con la Libertad, siempre estuvo ahí, denunciando los crímenes infames de aquellos y la ceguera voluntaria de sus tontos útiles, caballos de Troya de unas democracias que, tantas veces, no tenían quienes las defendieran: los intelectuales bonitos, o se ponían de lado o se encerraban en la torre de marfil o, lo dicho, despejaban el terreno a los que pretendían someterlas o aniquilarlas. JFR les dejaba en evidencia con brillantez y contundencia y, al hacerlo, se ponía en la diana de los timoratos, los traidores, los estupendos.
Jean-François Revel era lo que debe ser un intelectual: tremendamente culto, de una curiosidad omnívora, tenía una capacidad extraordinaria para plantear los términos del debate con claridad meridiana y para excitar el interés del lector, al que jamás trataba con condescendencia ni le llamaba a la militancia cerril en causa alguna, por noble que le pareciera. Él polemizaba, no predicaba; y, liberal insobornable, no dejaba de alertar contra las consecuencias deletéreas del ideologismo, que rebaja las ideas a cerrazón fanática.
Jean-François Revel era un escritor político de primera, con un talento descomunal para los títulos y las frases que piden mármol y se pegan a la retentiva del espectador, inmediatamente interpelado a dejar de serlo en obras como Cómo terminan las democracias, La tentación totalitaria, Contracensuras, La obsesión antiamericana… y, cómo no, El conocimiento inútil, que a tantos impactó desde aquella primera frase: «La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira». Qué diría hoy el autor de La gran mascarada, en estos tiempos de fake news perpetradas por fact-checkers que harían vomitar a George Orwell, con el que por cierto le comparó Mario Vargas Llosa, caro amigo con quien compartía entrega al liberalismo y pasión por el mundo hispano, España incluida en primerísimo lugar; esa España que se pateó, leyó (y bebió) y que, por su parte, llegó a tiempo para rendirle un muy merecido homenaje: en 2003, José María Aznar le concedió la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica ensalzando su «obra extensa y especialmente lúcida», signada por el rigor, la honestidad y una «radical independencia de criterio». «El señor Revel es un pensador de la libertad», dijo entonces el señor Aznar. «Para él es el valor más preciado y en esto no puedo estar más de acuerdo. Pero no se limita a defender los valores en los que cree; también denuncia con certeza y con contundencia el servilismo moral que hace uso de los mitos, las falsedades y los tópicos que con frecuencia nublan el pensamiento actual en Occidente».
Jean-François Revel era un estimulante formidable, un decantador de vocaciones periodísticas del que se aprovechaba todo, hasta las dedicatorias que ponía a sus libros, por las que se llegaba a otros intelectuales de su enorme talla, un Olivier Todd, un Christian Jelen, y aun a su propio hijo, Matthieu Ricard, el hombre más feliz del mundo, con el que compuso el singular El monje y el filósofo.
***
Hombre de su siglo, en el que fue descollante maître à penser, también lo habría sido en este XXI que vio nacer (11 de septiembre de 2001) pero no desarrollarse al compás de avances tecnológicos fenomenales y guerras catastróficas, el #MeToo, la Superabundancia, la Pandemia y el Gran Reset. Qué escribiría Jean-François Revel de la Francia de la matanza de Charlie Hebdo, los chalecos amarillos y Macron; de la Unión Europea capitidisminuida pero mastodontizada; de Rusia y Europa y la guerra de Ucrania; de Trump, las Big Tech y de que hoy ya no se hable tanto de globalización como de globalismo y aun de globalitarismo. De China, Greta y la Agenda 2030.
En este siglo en el que parecía tener el campo expedito, a la Libertad se le han presentado desafíos inauditos, que han pillado con el pie cambiado a no pocos de sus defensores y al propio liberalismo, necesitados de voces como la de este sabio que se encomendó a los surrealistas para proclamar, «en los pliegues del olvido» de sus memorias:
¡Los que no veis,
pensad en los que ven!