De entre las muchas facciones que, transidas de indigenismo negrolegendario, alzan su voz en España cada 12 de octubre, suele destacar la andaluza, que a los habituales argumentos propios de este credo añade románticas dosis maurófilas. Su patria, al cabo, es la ensoñación de Blas Infante, la de la mahomética enseña verdiblanca, la de una jerigonza plena de faltas de ortografía que llaman andalú y que ya deja su impronta en forma de grafitis como ese No gemô naide con el que a diario se cruza quien esto firma.
«Nada que celebrar», tal es el lema de quienes sostienen que el descubrimiento —sí, descubrimiento—, conquista —sí, conquista— y pacificación, es decir, civilización de aquel Nuevo Mundo fue un genocidio seguido de un expolio. A desmontar tales argumentos, de los que se en su día se distanció el propio Galeano, autor del exitoso Las venas abiertas de América Latina, he dedicado muchas páginas y debates. Huelga regresar a los argumentos mil veces esgrimidos, por lo que en este apunte, tan solo trataré de buscar, por si de algo sirviera, algún desajuste entre el lema antilaudatorio y ciertas realidades ante las que quienes lo cultivan no hallan contradicción alguna.
Las celebraciones a propósito de la fecha en la que la armada española encabezada por Colón tocó un nuevo continente tienen una larga tradición y se llevaron a cabo bajo un lema, «Día de la Raza», inadmisible para quienes cultivan ese racismo de nuevo cuño llamado racialización. Quizá por su conexión con la película que se filmó inmediatamente después de la Guerra Civil sobre un guion firmado en 1942 por Jaime de Andrade, es decir, por Francisco Franco, raza y, por lo tanto, cualquier fecha que contenga tal vocablo es inadmisible para los custodios del antifranquismo post mortem, incapaces de entender que «raza» en ese contexto histórico, un contexto establecido tres décadas antes, en 1913, año en el que la Unión Ibero-Americana propuso conmemorar la fecha del descubrimiento de América, decía «carácter», «cultura». Dicho lo cual, el esfuerzo aclaratorio probablemente sobre, pues los refractarios a tal celebración lo son precisamente por entender que nada positivo acarreó la incorporación de las gentes de aquel continente a la Historia universal, acaso porque tal Historia, de escala imperial, esté siendo impugnada en favor de perspectivas de marcado subjetivismo e individualismo consumista, el alimentado por las cookies que detectan gustos e inclinaciones.
Desechada la Fiesta de la Raza desde 1935, actualmente el 12 de octubre, contestado por el Día de la Resistencia Indígena, en cuya estela han sido derribadas tantas estatuas colombinas erigidas para italianizar el descubrimiento, conmemora la «Hispanidad», concepto dotado de un enorme clasicismo, que fue retomado en 1910 nada menos que por Miguel de Unamuno, hecho que no encaja del todo con la amenabarización que el Rector de la Universidad de Salamanca ha experimentado recientemente. Sea como fuere, lo cierto es que en 1910 fue don Miguel, posterior contrafigura de un caricaturesco retrato de Millán Astray, fue quien contrapuso la «hispanidad» a la «argentinidad», en parte italianizante, hegemónica en aquellos tiempos dorados para la nación albiceleste. El testigo lo tomó uno de los últimos de Filipinas, Eugenio García Nielfa en la misma Córdoba que más tarde sería base de operaciones del primero comunista y luego muladí, Roger Garaudy.
Junto a los de letras, singularmente Ramiro de Maeztu, fueron gentes de Iglesia quienes se ocuparon de cultivar, haciendo bueno el lema «Por el imperio hacia Dios», el rótulo. Como es sabido, entre ellos destacó un sacerdote vizcaíno, Zacarías de Vizcarra, que estableció analogías entre «Hispanidad», «Humanidad» y «Cristiandad». Relaciones posibles por entender que el canon cristiano albergaba una carga plena de humanidad que otros credos religiosos no eran capaces de incorporar. Más de un siglo después de la recuperación unamuniana del concepto «Hispanidad», su conmemoración, que nos remite al 12 de octubre en el que las naves colombinas abrieron la posibilidad de la configuración de una parte formal del mundo, es contestada por las autodenominadas izquierdas españolas, las mismas que asumen los postulados del demócrata Joe Biden. Un presidente, Biden, miembro del partido en el que militó el presbiteriano Andrew Jackson, bajo cuya presidencia se produjo el «sendero de lágrimas», itinerario que los cheroquis recorrieron dejando un rastro de mortandad durante su deportación de la Georgia en la que se había descubierto oro, que se permite el indocto lujo cultivar la visión negrolegendaria de nuestro pasado, sin que desde las filas de sus hispanos admiradores nadie le recuerde que su nación se expandió según los patrones racistas y supremacistas del Destino Manifiesto.