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El fin de Podemos (II): Violencia, la salida de Errejón y la imposible vía Verstrynge

Jorge Verstrynge. Europa Press

En el anterior artículo analizábamos la manera en que Podemos logra irrumpir con fuerza en la política española merced a una crisis económica y otra propia del sistema bipartidista. Aunque con reticencias iniciales, Pablo Iglesias acaba dando luz verde al pacto con el PSOE, el viejo partido burgués de la izquierda, junto a todos los enemigos de España. ¿Es todo el legado de Podemos negativo? En gran parte, sin duda. Pero no todo.

En primer lugar, hay algo muy positivo en la llegada de Podemos a la política que casi nadie ve entonces: por fin se puede hablar de ideas en un país asfixiado por viejas siglas y falsos consensos. Iglesias rompe los diques que durante décadas blindan la vida pública, tan famélica de debates reales, todos secuestrados por el bipartidismo. La llegada de un partido a la izquierda del PSOE ensancha el campo de juego por el que más tarde penetra VOX.

A Podemos también hay que agradecerle que haya retratado a gran parte de la prensa, aunque sea de forma involuntaria. Los periodistas que ahora le dan la estocada son los mismos que se arriman a Iglesias cuando es el sol que más calienta, los que orbitan alrededor del profesor de políticas que presume de padre frapero («Papá cuéntame otra vez…») sentados en la moqueta de un Congreso convertido en una asamblea del 15M.

El fin del bipartidismo logra que veteranos juglares de la transición muten de la noche a la mañana en entusiastas del trotskismo caviar. Incautos a pesar de tantos años de profesión, los escribas de los nuevos tiempos creen que Iglesias y los suyos regenerarán la política fulminando vicios tan antiguos como la corrupción y el nepotismo. Visto el paño, Podemos ya no sirve y es relegado por la versión comunista bañada en Chanel.

En cierto modo, todos sobrevaloran a Pablo Iglesias: el líder del partido más feminista es al mismo tiempo el indiscutible macho alfa de la política.  Algunos de sus errores más groseros los comete por satisfacer los placeres más primarios -cuántas carreras se frustran por la falta de contención- en lugar de atender al partido. Envía a su exnovia a la columna y coloca a la nueva a su vera, que asciende a portavoz y después a ministra. Peor aún es traicionarse yéndose a vivir a la mansión de Galapagar, un chalet para ricos propio de la casta e impropio para alguien que años antes promete quedarse en Vallecas aunque llegue a presidente. El rosario de errores lo completa designando a Yolanda Díaz como sucesora, a la sazón, sepulturera de Podemos.

El chalet de Galapagar es también testigo de otra de las grandes contradicciones de Iglesias: los escraches, aportación fundamental de Podemos a la política española. Pablo define el señalamiento al rival político en la puerta de casa como el jarabe democrático de los de abajo contra los de arriba… excepto cuando se lo hacen a él, que es fascismo.

En realidad, la relación de Pablo Iglesias con la violencia está en el ADN de Podemos. Iglesias elogia el papel de ETA durante la Transición en una charla en una herriko taberna meses antes de fundar Podemos. Años después incorpora a Bildu a la dirección del Estado y envía a sus guardaespaldas a reventar el acto de VOX en Vallecas junto a los ultras del Rayo.

En apenas unos años los 71 escaños son historia. ¿Podría haber cambiado la película? Nunca sabremos qué habría sido de Podemos si hubiera mantenido la fórmula que le llevó al éxito: desplazar el caduco eje derecha-izquierda por el novedoso los de abajo contra los de arriba, el pueblo contra la casta. O qué habría pasado si hubieran agarrado desde el principio la bandera de España.

¿Acaso tal cosa es posible? No será porque Jorge Verstrynge no lo intenta. En 2016 dice en una entrevista que Pablo Iglesias es el único que habla de patria en España. El viejo profesor, para quien Iglesias es el mejor alumno que ha tenido nunca, señala el camino a su pupilo. Soberanía, fronteras, reindustrialización y clase obrera autóctona. Verstrynge atiza a Merkel y su política de puertas abiertas. «Cada inmigrante que llega lo hace con 2,5 personas más. Esto ha hecho de la inmigración en Alemania una bomba que tiene la mecha encendida por el efecto llamada de la imbécil de Merkel».

Pero el alumno aventajado no hace caso. Esa patria de la que habla Verstrynge se encuentra con un escollo considerable: Pablo Iglesias odia la idea de España. Califica el himno nacional de «cutre pachanga fachosa» y define la rojigualda como una bandera «monárquica y postfranquista».

Como sucede en todas las casas Podemos no tarda en sufrir líos internos. Errejón rechista la estrategia del líder de renunciar a la transversalidad al integrar a IU en una candidatura conjunta (Unidos Podemos) para las generales de junio de 2016. Iglesias cierra con Garzón el pacto de los botellines convencido de que mejorará el resultado de las elecciones celebradas seis meses antes en las que obtiene 69 escaños y más de 5 millones de votos. Si Podemos logra 5,1 millones de votos e IU 900.000 lo lógico es que en la repetición electoral lleguen a 6 millones. Nada de eso. La coalición sube dos escaños pero obtiene 100.000 votos menos de lo que Podemos había logrado por su cuenta. En términos reales pierde 900.000.     

Errejón tiene razón: en política dos más dos no siempre son cuatro. Unos meses antes había llegado el primer reproche cuando Iglesias rompe los puentes de entendimiento con el PSOE, al que recuerda «el pasado manchado de cal viva» de Felipe González. Es el preludio del pacto con IU para distanciarse de los socialistas y Errejón advierte a su antiguo camarada del error.

El tiempo, ya con Íñigo fuera de los morados, acaba por darle la razón porque en 2018 Podemos vota a favor de la moción de censura con la que Sánchez destrona a Rajoy. Toda la izquierda y el separatismo se unen gracias a Pablo Iglesias, que ejerce de pegamento entre el PSOE y las fuerzas independentistas como Bildu o ERC. El artífice del pacto, sin embargo, es irrelevante cinco años después: el nuevo frente popular decide el futuro de España sin Podemos.

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