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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

De la estrategia de las termitas al choque de trenes

Imágenes combinadas de unas termitas con un mar de esteladas de fondo | Flickr CC y EFE

El nacionalismo ha podido cometer un error histórico que pone en riesgo su labor de desgaste de las últimas décadas.

Debo reconocer que soy de los pocos que está francamente esperanzado ante los acontecimientos que está provocando el denominado procés. Mi optimismo no es naif ni voluntarista. Me duele la división que sufrimos hoy los catalanes y la amenaza que se cierne sobre la unidad de España. Mi optimismo procede simplemente de la convicción de que si el actual conflicto no se hubiera producido, la segregación de Cataluña hubiera sido un hecho inevitable en veinte o treinta años. Si nada hubiera alterado la dinámica de inacción cultural y transferencia permanente de competencias a la Generalitat, no hace falta ser adivino para predecir el futuro.

Cataluña se está independizando de España desde 1978. Es cierto que esta desvinculación se ha estado realizando en cómodos plazos, pero no por ello la desconexión deja de ser real. La estrategia histórica del nacionalismo catalán ha consistido en avanzar en un proceso lento pero persistente de desconexión cultural, simbólica e institucional con España.

Incluso la Iglesia fue (y sigue siendo) objeto de infiltración y uso político en Cataluña

Como el franquismo no permitía la actividad política, desde los años sesenta el interés del nacionalismo se centró en la cultura. Poco a poco su presencia se fue haciendo hegemónica en el terreno del folclore, la música popular, el teatro, el deporte, el excursionismo y las fiestas de pueblos y barrios. Incluso la Iglesia fue (y sigue siendo) objeto de infiltración y uso político en Cataluña. Poca o nula resistencia encontró el nacionalismo en ese campo.

Con la llegada de la democracia, la estrategia cultural se amplió al terreno institucional. Nuestra oligarquía regional comprendió desde muy pronto que su mantenimiento pasaba por la asunción y desarrollo del catalanismo. Así, la maquinaria normativa y presupuestaria pasó a reforzar el proceso de desconexión. La guerra cultural pasó a ser alimentada por generosas subvenciones públicas y blindada con la pedagogía de las leyes.

La estrategia de infiltración del nacionalismo catalán también ha tenido como objetivo los medios de comunicación, hasta el punto que las televisiones y radios públicas nunca han reflejado la pluralidad de Cataluña y se han convertido en simples terminales ideológicas.

Dudar que Cataluña fuera una nación te convertía en una especie de radical o de apestado. Alguien condenado al ostracismo social

A través de este proceso, lento pero sostenido, el nacionalismo catalán supo crear un nuevo consenso social basado en el hecho indiscutible de que Cataluña es una nación en la que pesan más las diferencias culturales que los rasgos comunes con los demás pueblos de España. Para lograr este consenso, el nacionalismo supo crear las condiciones para que la aceptación de esta premisa fuera un requisito para entrar en el ascensor social. Los días en los que la clase biempensante se definía como catalanista quedaron atrás. Desde los años noventa la asunción de un “nacionalismo moderado” determinaba la centralidad política en Cataluña. Dudar que Cataluña fuera una nación te convertía en una especie de radical o de apestado. Alguien condenado al ostracismo social. En este clima, medidas como el endurecimiento de las políticas de inmersión lingüística, las sanciones por no rotular en catalán, la desobediencia de las sentencias del Tribunal Constitucional, la persecución de intelectuales disidentes como Boadella o el pacto del Tinell ya no causaban indignación entre las nuevas mayorías sociales.

La falta de visión y la dejación de funciones de los dos grandes partidos nacionales (PP y PSOE) durante todo este tiempo han sido flagrantes. En la Transición se optó por un modelo de descentralización como vía para serenar las pulsiones centrífugas. El mayor traspaso de competencias a Cataluña lo hizo Felipe González. Pero fue Aznar quien entregó Educación a CiU en una bandeja de plata como contraprestación a su apoyo para la legislatura 1996-2000. Desde hace tiempo está claro que esta idea (probablemente buena en su origen) ha fracasado. La política de concesiones permanentes no ha apaciguado al nacionalismo, sino que lo ha radicalizado. Sin embargo, los sucesivos gobiernos de la Moncloa se han resistido siempre a aceptarlo y a pagar el precio (político) de esta constatación. La lógica partidista les llevaba a seguir trampeando con mercadeos pantuflos y calendarios a corto plazo. Ambos partidos seguían cerrando pactos con quienes se presentaban como Bismarck en Madrid, a cambio de mirar para otro lado cuando se comportaban como Bolívar en Cataluña. De esta forma, los sucesivos gobiernos centrales se aseguraban el control de la Moncloa a cambio de abandonar Cataluña a su suerte.

De esta forma el tiempo ha pasado. La Generalitat siempre ha mantenido una deslealtad firme, pero sin grandes aspavientos. Y, mientras tanto, la identidad hispánica de Cataluña se ha ido apagando gradualmente. Dulce y lentamente. Sin nadie que la defienda. Igual que se apaga la conciencia de un enfermo de Alzhéimer. Un poco cada día.

Por todo ello, en mi opinión, la estrategia del nacionalismo era perfecta para la consecución de sus fines. El árbol estaba regado y bien cuidado. Solo le faltaba esperar a que la independencia cayera por sí sola como un fruto maduro. Era una cuestión de tiempo y para el éxito del plan solo era necesario un poco más de paciencia.

El nacionalismo ha practicado durante décadas la estrategia de las termitas. La estrategia de las mil heridas, sin afrontar un duelo de tú a tú.

El nacionalismo ha practicado durante décadas la estrategia de las termitas (gracias, Gramsci). La erosión de nuestra cultura común y de la presencia y autoridad del Estado mediante la lluvia fina, el lento deterioro de todo lo que nos une, la burla y el descrédito de todo lo que suene a español. La estrategia de las mil heridas, sin afrontar un duelo de tú a tú.

Sin embargo, con la activación del “procés” todo eso trabajo de los últimos años se ha puesto en riesgo. La radicalización del discurso político y la entrada en escena de actores nuevos como la ANC, Ómnium Cultural o las CUP han precipitado la agenda revolucionaria y han pasado a la fase de ruptura con la legalidad, agitación callejera y enfrentamiento directo con el Estado. Es muy posible que el pueblo catalán no estuviera preparado todavía para pasar a esta nueva pantalla del choque de trenes. La conversión masiva de nacionalistas en independentistas en un corto periodo de tiempo no podía realizarse sin generar movimientos de reacción.

Este paso puede haber sido un grave error de cálculo del nacionalismo, motivado por las necesidades a corto plazo de una Generalitat en quiebra técnica y una clase política amenazada por la corrupción y el auge de ERC. El establishment convergente vio en el descontento que de la población, causado por una grave crisis económica e institucional, como una ventana de oportunidad para una huida hacia delante. Pero con esta precipitación puede haber despertado muchas conciencias adormecidas.

Por eso yo agradezco la llegada del “procés”. Bueno, lo agradezco tanto como uno puede agradecer la fiebre o las convulsiones que te alertan de una enfermedad. Son síntomas dolorosos que nadie desea, pero sin ellos la enfermedad no podría ser diagnosticada ni tratada.

En Cataluña necesitábamos un punto de inflexión. Una sacudida

Desde que se inició el “procés” la ciudadanía no nacionalista se ha movilizado como no lo había hecho nunca en las últimas décadas. Por fin se han empezado a generar los anticuerpos. Han surgido nuevos actores como Sociedad Civil Catalana, Ciudadanos, Som a temps, incluso una nueva patronal que ha roto abiertamente con el nacionalismo. Internet es un hervidero de foros de ideas y blogs desacomplejados como Dolça Catalunya. El PSC ha sido obligado a recular un paso y a desmarcarse del bloque nacionalista. Cada vez son más los que se atreven a alzar su voz frente a los excesos que viven en su actividad cotidiana. En resumen, la centralidad política ya no la marca exclusivamente el nacionalismo. Vuelve a ser objeto de discusión política.

Es cierto que estas iniciativas son todavía pequeñas en proporción al poder de la máquina burocrática y cultural del nacionalismo. Realmente lo son. Son sólo brotes verdes en la construcción de un nuevo discurso contra-hegemónico. Pero este tipo de propuestas surgidas de la sociedad civil eran inimaginables hace apenas unos años.

A mi alrededor son muchos los que se lamentan de que se han cruzado demasiadas líneas rojas y que las cosas ya no podrán volver a ser como antes. Yo, por el contrario, confío en que las cosas no vuelvan a ser como antes. En Cataluña necesitábamos un punto de inflexión. Una sacudida que nos sacara de la atonía y resignación en la que nos habíamos instalado. El tiempo dirá si sabemos aprovechar esta oportunidad o volvemos a las andadas.

 

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