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Con un código ético para las relaciones entre los diputados

La izquierda pone en jaque la libertad de expresión en el Congreso

La diputada de VOX Patricia Rueda y el socialista Alfonso Rodríguez Gómez de Celis, primer vicepresidente de la Mesa del Congreso. Europa Press

La ley que ha soltado a los agresores sexuales también ha servido para señalar al poder judicial, tras oír a ministros y portavoces calificar de «fachas» o «fascistas» a los jueces por aplicar un principio básico del Derecho Penal. Meritxell Batet defendió que la libertad de expresión tiene límites y que los diputados han de «autolimitarse» por «decoro parlamentario». Una jugada que fue anticipada por En Comú Podem, cuando anunció un código ético para las relaciones entre los diputados y para los periodistas. Preguntado en los corrillos por quién lo controlaría, la respuesta fue escalofriante: personas independientes. El jaque mate a la libertad de expresión en España está a un par de movimientos.

Estos acontecimientos podrían parecer la apertura de una partida ahora que se cierra la Cámara Baja por Navidad. Sin embargo, la Ley Orgánica de «la no» garantía integral de la libertad sexual se lleva discutiendo casi un año en sede parlamentaria. El Gobierno era conocedor de sus consecuencias legales, del revuelo que generaría entre los grupos parlamentarios y de la consecuente elevación de tono. Todo un gambito de rey, donde el presidente del Gobierno dominaría la única institución que, junto a la judicatura, le queda por controlar: el Congreso.

Que la ministra de Igualdad culpara a los jueces de incumplir «su Ley» por «machismo» resultó cobarde pero sobre todo, muy premeditado. Al ser indagada sobre tales declaraciones hizo extensible la culpa al resto de autoridades. Cierto es que muchos actores conocieron los informes que advirtieron de los problemas de la norma. Ahora bien, pieza tocada, pieza movida. Irene Montero fue la propulsora del texto legal e ignoró a los órganos constitucionales. Además, cuando esos otros políticos injuriaron a los jueces, se ampararon en su derecho a la libertad de expresión pero, ¿por qué ellos sí la pueden disfrutar y los diputados no? 

Según la doctrina Constitucional, la libertad de expresión incluye «los juicios personales y subjetivos», así como «creencias, pensamientos y opiniones» que a la postre se mueven en un campo más amplio que el de la libertad de información. Ahora bien, el artículo 20 de la Carta Magna no cita el insulto como una forma válida de ejercer la libertad de expresión y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha matizado que la crítica no puede resultar «ofensiva o denigrante». Cualquier ciudadano que hubiera dicho semejante barbaridad hubiera sufrido consecuencias legales, pero que lo haga un cabeza ministerial con condición de diputado tan sólo resulta reprobable. 

Como tampoco tendrá consecuencias que la ministra calificase a los diputados de VOX de «fascistas» o a los del PP de «promover la cultura de la violación». La última cuestión, por cierto, le costó una querella a Montero de los de Abascal el pasado septiembre por un supuesto delito de corrupción de menores, cuando la ministra afirmó que «los niños tienen derecho a saber que ningún adulto puede tocar su cuerpo si ellos no quieren». A sensu contrario, ¿qué pretendía decir? Terrible.

Los peones, «alma del juego» que diría Philidor, fueron colocados estratégicamente por Pedro Sánchez. Primero con la portavoz socialista, Isabel Rodríguez, quien dejó caer hace apenas un par de semanas la idoneidad de que el Ejecutivo contara con un espacio televisivo en todos los informativos para explicar las medidas aprobadas por el Gobierno, y materializado días después con el riego de 350 millones de euros a RTVE. En segundo lugar, con la delegada del Gobierno contra la violencia de género y candidata fallida de Podemos para el Constitucional, Victoria Rosell, solicitando a los medios que no dieran publicidad a la chapuza de la «Ley del sólo sí es sí» para no dar recursos a los abogados defensores de los condenados, es decir; diciendo a los periodistas cómo hacer su trabajo.

Mientras todo eso sucedía de la escalinata de los leones para fuera, llegaba el mate al Congreso. Aunque la secretaria general del grupo socialista en la Cámara Baja, Isaura Leal, explicó que bastaría con «respetar el orden, la cortesía y la disciplina parlamentarias», tal y como exige el Reglamento regulador del Congreso, sus alfiles comunistas ya estaban posicionados en las diagonales. En Comú Podem anunció su propuesta de Código Ético, la base reguladora de un orwelliano Ministerio de la Verdad.

¿Si explicar el currículum de una ministra sin faltar o calificar de «filoetarra» al Gobierno que pactó y pacta con un partido con condenados por pertenencia a la banda terrorista se calificara como ilegal; e insultar aludiendo a regímenes totalitarios como legal; y no se permitiera a los periodistas preguntar de forma libre en el Congreso, en qué clase de país se convertiría España? El jaque mate a la libertad de expresión ha llegado al Parlamento.

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