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TENER HIJOS NO ES UN DERECHO

Vientres de alquiler: mercantilización de la vida, explotación de la mujer y desprotección del niño

Foto de Christian Bowen en Unsplash
Foto de Christian Bowen en Unsplash

No hay objeción alguna para quienes sacralizan el mercado, los contratos, la autodeterminación individual y convertir los deseos en derechos. Los vientres de alquiler no es que susciten debate alguno, es que deben ser legalizados por la sencilla razón de que el fenómeno tiene demandantes. Además, ¿quiénes somos nosotros para juzgar las decisiones del prójimo y coartarles su libertad?

Un argumento magnífico excepto porque es falso. La libertad de los padres contratantes acaba donde empieza la del niño, muñeco del pim, pam, pum de toda esta historia. El antojo de unos adultos priva al menor de algo tan elemental como un padre y una madre. Condenarlos a ello, ¿acaso no podría tener consecuencias psicológicas durante su niñez, adolescencia y madurez? Por supuesto, nadie se hará responsable de los sufrimientos del niño que descubra que en realidad desconoce su origen y quiénes son sus padres. 

Este posible vacío existencial no preocupa a los entusiastas de la explotación de la mujer y la degradación del niño a producto de bazar. Tampoco hablan de otras posibilidades reales: ¿qué pasaría si durante el embarazo se descubre que el niño es síndrome de Down y los padres contratantes se echan atrás? ¿Podría ser abortado ese niño incluso si la madre gestante se opone? ¿Y si esa madre de alquiler cambia de opinión y decide quedarse al niño que ya no quieren los contratantes?

Un ginecólogo de Mediterranean Fertility Institute reconoció durante una feria en Madrid celebrada en 2017 que los padres tienen derecho a incluir en el contrato que no se quedarán con el niño si es síndrome de Down. En ese caso, a la madre subrogada le obligan a renunciar al niño. Sin embargo, las cosas podrían empeorar. Hasta seis personas pueden reclamar la paternidad del niño: la pareja que lo encarga, la mujer donante del óvulo, el hombre donante del esperma, la madre que lo gesta y su pareja.

Entre los países que admiten esta práctica están Canadá y Estados Unidos, pero también Grecia, Ucrania o Rusia. Los expertos recomiendan acudir a los países más ricos porque cuanto más dinero cobren las subrogadas menos posibilidades hay de que se echen atrás o se queden con el bebé. El dinero, como negocio que es, manda.

Nada de ello se habría producido sin el cambio de paradigma occidental, es decir, la revolución antropológica que ha aniquilado realidades prepolíticas como la familia -hoy llaman así a cualquier cosa- a la que se encierra en un cajón de sastre que permite satisfacer cualquier deseo. Hoy el mercado es sagrado, no así la vida, un bien objetivo que, sin embargo, no merece protección alguna. 

Si el niño queda al albur de los caprichos del adulto la mujer es relegada a la condición de producto de usar y tirar. Esta inversión de valores genera tal confusión que al mínimo despiste acabamos asumiendo que tener hijos es un derecho. Pero no existe tal cosa, sino el derecho de los menores a unos padres. 

Como en cualquier transformación social el lenguaje desempeña una función esencial. Igual que sucede con el aborto, al que sus entusiastas llaman interrupción voluntaria del embarazo, los vientres de alquiler también tienen su eufemismo: maternidad subrogada. Si tan maravillosa es la idea de encargar bebés por aplicación, ¿por qué maquillar la realidad?

Precisamente los mismos argumentos que consolidaron el aborto o aberraciones más recientes como la autodeterminación de género (libertad, voluntad y derecho a decidir) se utilizan ahora para normalizar «la conquista de nuevos derechos».

Cabe recordar que en febrero de 2017, días antes del congreso del PP, Feijoo se pronunció sobre el asunto al señalar que la ética es un concepto elástico y moldeable a los intereses políticos del momento. «La ética se va ajustando y los principios éticos del siglo XVIII no son los del XXI. A una pareja que quiere tener hijos se le debe respetar».

Esta reflexión, propia del relativismo de nuestro tiempo, apuntala el dogma de la libertad como bien absoluto. Así lo creen quienes niegan a Dios y llaman ciencia a jugar a ser el creador generando vida sin atender a las consecuencias. Otros, en cambio, compaginan una fe ciega en el mercado y en Dios. Estos últimos harían bien en recordar que Jesucristo jamás condenó a las prostitutas pero sí expulsó a los mercaderes del templo.

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