La isla griega de Lesbos, símbolo del colapso de las fronteras europeas durante la crisis migratoria de 2015, ha logrado revertir radicalmente la situación. Y lo ha hecho desafiando la narrativa buenista de Bruselas y las presiones de las ONG: aplicando con firmeza una política de devoluciones en caliente que ha reducido a mínimos la llegada de inmigración ilegal en Grecia.
Si en 2015 Lesbos registraba más de 3.000 llegadas diarias, en todo lo que va de 2025 apenas se contabilizan 1.700 entradas. La semana pasada, ni una sola patera logró alcanzar la costa, pese a las buenas condiciones del mar. Desde 2019 se endureció la estrategia marítima: las pateras son interceptados y devueltos a aguas turcas, ahora consideradas «tercer país seguro».
Los resultados son incontestables: las muertes en el mar han descendido más del 75% y el tráfico de personas ha sido golpeado con fuerza. «Antes era terrible. Yo mismo vi cadáveres flotando», relata un pescador local. Hoy, los traficantes ya no obtienen beneficios, y el turismo, arruinado por años de caos migratorio, comienza a repuntar.
La demolición del infame campo de Moria —que llegó a albergar 20.000 personas— simboliza este cambio. Ahora sólo quedan unos 1.200 inmigrantes, recluidos en un centro de internamiento cerrado. Mientras ONG y burócratas de Bruselas denuncian esta política como «inhumana», los habitantes de Lesbos la califican de necesaria.
Atenas ya prepara una nueva ofensiva legislativa: endurecimiento de penas por entrada ilegal (hasta cinco años de cárcel), ampliación del tiempo de detención previa a deportación hasta dos años, y eliminación del mecanismo que permitía regularizarse tras siete años en el país. También se prevén nuevas medidas contra el fraude en las solicitudes de asilo.
El caso de Lesbos demuestra que la avalancha migratoria no es inevitable, sino consecuencia directa de decisiones políticas. Mientras la UE titubea, Grecia ha tomado una vía clara: recuperar la soberanía y frenar la inmigración ilegal.