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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La policía sueca suplica a sus gobernantes: "¡Ayúdennos!"

Es curioso que el presidente de la República Francesa y niño bonito de la causa globalista, Emmanuel Macron, haya alertado de la inminencia de una ‘guerra civil europea’ por culpa del creciente nacionalismo, porque todo apunto a que podría tener razón a medias.

Es decir, hay países en la UE que, efectivamente, están alcanzando unos grados de conflictividad y violencia nunca vistos. Solo que el responsable no parece ser precisamente el nacionalismo, sino ese otro factor que tanto desean en Bruselas y sobre el que nunca comentan cosas malas: la inmigración masiva procedente de Oriente Medio y el Norte de África.
Un caso de estudio en este sentido -casi de estudio clínico- es el de Suecia.
Hasta hace no mucho, Suecia era conocida en el resto del mundo por el ‘modelo sueco’ que todavía invocan algunos izquierdistas españoles, un Estado del Bienestar generosísimo y las políticas más progresistas que se pueda imaginar, combinado todo ello -de ahí su atractivo- con una sociedad rica, civilizada y enormemente segura.
Y entonces fue cuando decidieron que ser sueco era anticuado y que mejor ser África. Si les parece una hipérbole de mal gusto, permítanme asegurarles que un ministro sueco reconoció expresamente ante los medios su ferviente deseo de africanizar Suecia. Como lo oyen.
El caso es que abrieron sus fronteras a todos los habitantes del Tercer Mundo que quisieran disfrutar de la bicoca de sus prestaciones sociales a pesar del frío y, como habrán adivinado, muchos se apuntaron.
¿Resultado? Oh, por ejemplo, esta meca del feminismo se ha convertido en el segundo país con mayor número de violaciones por habitante. En solo dos semanas a principios de este año, se registraron cinco explosiones en el país, algo que ya empieza a dejar de ser excepcional. Y en las encuestas sobre qué es lo que más preocupa a los suecos de cara a las elecciones de septiembre, la seguridad y el orden público figuran en primer lugar.
Los asesinatos con arma de fuego por ajustes de cuentas entre bandas -invariablemente formadas por varones de origen no nativo que viven en sus propios territorios al margen del Estado- han pasado de cuatro al año a principios de los noventa a 40 el año pasado. Los disturbios callejeros, a veces verdaderos motines, la quema de coches y los ataques a policías, ambulancias y otros servicios sociales son ya el pan nuestro de cada día. Los tiroteos ya ni siquiera aparecen en los medios si no hay muertos o son lo bastante masivos e intensos. Lo que ayer era excepcional, ahora es cotidiano.
El pasado jueves, un programa de la BBC describía cómo las granadas de mano se habían convertido en el arma favorita usada por las bandas en las ciudades más densamente pobladas por los inmigrantes de primera o segunda generación.
Hasta cierto punto, es perfectamente posible vivir en Suecia y no notar que nada esencial haya cambiado, porque el crimen está muy localizado en zonas concretas -exactamente donde se concentra la población inmigrante- y la prevalencia de la corrección política en los medios y la clase política impide que se abra un debate serio y libre sobre la cuestión.
Algo, sin embargo, está cambiando. Ya se filtran reconocimientos oficiosos de la existencia de no-go zones -que siguen aumentando, dejando en la práctica al margen de la soberanía sueca áreas cada vez más amplias de territorio- y, sobre todo, la policía ha empezado a hablar.
Porque la moral en el cuerpo está por los suelos, sobre todo por la ‘ley del silencio’ impuesta administrativamente sobre la criminalidad entre los recién llegados. Las dimisiones de agentes son continuas. La máxima autoridad policial, el comisario Dan Eliasson, se dirigió recientemente a los políticos en una rueda de prensa para suplicarles ayuda. «¡Ayúdennos, ayúdennos!», llegó a repetir Eliasson, al tiempo que informaba que las ‘zonas prohibidas’ habían pasado en un solo año de 55 a 61.
Según Eliasson, hay al menos 5.000 pandilleros , delincuentes habituales, divididos en doscientas bandas que operan en las zonas prohibidas. Eliasson advirtió que si esta tendencia se mantiene, el orden social se vendrá abajo en Suecia.
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