Algo pasa con Suecia. Los que tenemos ya una edad recordamos que con Suecia empezó todo, por así decir; que Suecia era la patria de lo woke décadas antes de que se acuñara el término, el primer país en enloquecer con lo «verde», con la ideología de género (pionera en operaciones de «cambio de sexo»), el feminismo y la inmigración masiva: incluso hubo un ministro no hace tanto que aspiraba en público a «africanizar» Suecia.
Pero de un tiempo a esta parte, el país escandinavo parece decidido a seguir siendo pionero, pero en el sentido contrario. Durante la pandemia, Suecia apostó en absoluta soledad, contra el viento de la Organización Mundial de la Salud y la marea de la Unión Europea, por un modelo no restrictivo ni coactivo, y no le fue demasiado mal. Con su vecino danés, también fue de los primeros en anunciar la marcha atrás en el entusiasmo inmigracionista. Se arrepintió con discreción de sus excesos trans. Y, ahora, parece que también quiere ser el primero en huir de las peores consecuencias de la locura ecocatastrófica: Suecia ha votado a favor de la energía nuclear y de desechar el objetivo de un 100% de energía renovable.
Adiós a la agenda verde. En un comunicado que anuncia la nueva política en el Parlamento sueco, la ministra de Finanzas, Elisabeth Svantesson, advirtió que la nación escandinava necesita «un sistema energético estable». Svantesson afirmó que la energía eólica y solar son demasiado «inestables» para cumplir con los requisitos energéticos de la nación.
El Gobierno sueco está volviendo a la energía nuclear y ha abandonado explícitamente sus objetivos de un suministro de «energía 100% renovable». Al anunciar la nueva política de Suecia, Svantesson dijo: «Esto crea condiciones favorables para la energía nuclear. Necesitamos más producción de electricidad, necesitamos electricidad limpia y necesitamos un sistema energético estable».
Parece que Suecia ha saltado en marcha de un tren que lleva al resto de Occidente hacia un empobrecimiento anunciado. El costo de esta visión impuesta por el estamento globalista es de un billón de dólares anuales para la crisis de la biodiversidad, más 3,9 billones anuales para combatir la desigualdad, más 4 billones al año para la infraestructura, un costo de 62,3 billones en siete años.