El enfrentamiento entre Gustavo Petro y Donald Trump ha sacudido los cimientos de la diplomacia en la Iberosfera. La respuesta del presidente estadounidense fue rápida y demoledora: aranceles del 25 % (posteriormente elevados al 50 %), suspensión de visados y la prohibición del ingreso a Estados Unidos tanto para los miembros del Gobierno colombiano como para ciudadanos de ese país. Petro, que intentó sostener su postura durante unas horas, terminó viéndose arrinconado y tuvo que rectificar públicamente.
La reacción del líder colombiano partía de un reclamo claro: las condiciones en las que Estados Unidos está deportando a los inmigrantes ilegales, muchos de ellos esposados de pies y manos. Sin embargo, el tono de su desafío a Washington resultó ser un error de cálculo mayúsculo. La histórica relación entre Bogotá y Washington, que hasta el mandato de Iván Duque había sido fluida, ha entrado en una etapa inédita de tensión. El trato cordial que Estados Unidos mantuvo con presidentes como Andrés Pastrana, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos parece haber quedado en el pasado.
Mientras Colombia enfrenta este choque frontal con la Casa Blanca, en el resto de la región los gobiernos han preferido medir sus pasos con extrema cautela. Brasil y México, que tradicionalmente han competido por el liderazgo en la Iberosfera, han optado por una estrategia de bajo perfil ante el retorno de Trump al poder.
En Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva ha optado por protestar sin levantar demasiado la voz por el trato que reciben los deportados brasileños. Durante la administración Biden, Brasil recibió 32 vuelos con 3.660 deportados en condiciones similares y el presidente apenas protestó. Ahora, con Trump de vuelta y la amenaza de sanciones comerciales latente, su respuesta ha sido aún más moderada.
La nueva presidenta de México, Claudia Sheinbaum Pardo, también ha mostrado preocupación por la avalancha de deportaciones y la suspensión de procesos de regularización, pero ha evitado cualquier enfrentamiento directo. Lo que más alarma en la administración mexicana es el freno a la regularización de inmigrantes ilegales y la posibilidad de que Estados Unidos catalogue a los cárteles como grupos terroristas, lo que abriría la puerta a un nivel de intervención sin precedentes.