El pensamiento político surgido de la Ilustración y de la Revolución Francesa —aunque luego extendido más allá del liberalismo continental— ha ido progresivamente avanzando en el sentido de considerar que el criterio más importante, si es que no derechamente el único, para determinar la legitimidad y justicia de un gobierno es su origen, y en específico, si este origen se conforma con algunas reglas más o menos universalmente aceptadas en lo que se suele reconocer como un sistema democrático, o derechamente una democracia.
Esta forma de abordar la legitimidad del ejercicio del poder se ha convertido en el criterio predominante tanto en Europa como en América desde la segunda mitad del siglo XX. Esta actitud puede ser muy útil para entender por qué las democracias europeas son tan rápidas y categóricas en denunciar y sancionar a regímenes cuyo origen no está en las urnas, y al mismo tiempo tienen serios problemas para hacer lo mismo con regímenes autoritarios cuyo origen son elecciones que cumplen esos estándares procedimentales mínimos. Más preocupante aún es esta visión de la legitimidad del poder político la que muchas veces impide condenar abiertamente a regímenes como el de Venezuela, pues Hugo Chávez y Nicolás Maduro han sido elegidos formalmente, por «elecciones democráticas»; aunque exista la legítima duda de que sean libres y transparentes (pero ese es otro tema).
La historia del siglo XX ha dejado como enseñanza más relevante que la elección directa de las autoridades en elecciones libres y periódicas para resguardar la dignidad y derechos de las personas son los conceptos de Estado de Derecho y la separación de poderes al interior de la comunidad política. Estos dos conceptos, probablemente por compartir un origen común con la democracia moderna, son habitualmente confundidos o identificados con ella. No obstante su origen, y las profundas discusiones en torno a ellos y su impacto, ambos se han erigido en los verdaderos límites al ejercicio del poder de parte de las autoridades: el valor del Estado de Derecho y de la separación de poderes o funciones en el Estado radica precisamente a que su interacción permite defender efectivamente a las personas de los abusos del poder político, en especial, del gobierno o poder ejecutivo. Constituye un verdadero peligro para las personas y sus libertades que se exalte la elección popular —comúnmente llamada democracia— como único criterio a la hora de evaluar la justicia y legitimidad de un gobierno, de una autoridad o de la ley.
Este ha sido precisamente el caso con la figura del Presidente Salvador Allende y el Gobierno de la Unidad Popular. No hay duda de que el médico y militante del Partido Socialista de Chile llegó al gobierno por medio de una elección popular, o en otras palabras, fue constitucionalmente electo en 1970. Pero así como no se puede desconocer que participó en elecciones para lograr llegar al gobierno, tampoco se debería desconocer que durante los tres años que gobernó Chile, él y su coalición política, la Unidad Popular —mayoritariamente compuesta por partidos de filiación marxista y en algunos casos, marxista-leninista (y estalinistas en su momento)— perdieron legitimidad durante su ejercicio precisamente por vulnerar los derechos y libertades de los chilenos, tratar de interferir en el actuar del Poder Legislativo y del Poder Judicial, y derechamente justificar la subversión del orden constitucional legítimamente establecido en Chile para avanzar en su agenda política y en la vía chilena al socialismo, pese a tener una clara minoría en la Cámara de Diputados y en el Senado.
Este asunto ha resurgido, como era previsible, y ha ido generando un intenso debate público con ocasión de los 50 años del 11 de septiembre de 1973, fecha en que la intervención de las Fuerzas Armadas y Carabineros (policía nacional uniformidad de Chile) pusieron fin al gobierno de la Unidad Popular.
Se hace necesario recordar que desde 1925 y hasta 1973, Chile, ese pequeño país al fin del mundo en Sudamérica, había logrado fama y reconocimiento internacional como una democracia política sólida, que funcionaba y cuyo cuerpo electoral había crecido sostenidamente. En efecto, si en la elección parlamentaria de 1925 participaron 260 mil ciudadanos, esto es entre el 6% y el 7% de la población del país, en la elección presidencial de 1970 votaron poco más de 2 millones 900 mil electores, equivalentes aproximadamente a un tercio de la población de Chile. Si en 1925 sólo votaron hombres mayores de 21 años que sabían leer y escribir, en 1970 lo hicieron hombres y mujeres mayores de 18 años, incluidos aquellos que no sabían leer ni escribir. Desde esta perspectiva, no se debe olvidar que en todo este periodo, la democracia no era la situación mayoritaria en el mundo, ni siquiera en el continente Europeo. Los chilenos, y en especial los políticos chilenos, tenían más de un motivo de orgullo en esta materia.
Si bien Salvador Allende no obtuvo más de la mitad del total de votos válidamente emitidos que exigía la Constitución de 1925 para ser proclamado como Presidente de la República de Chile por el Congreso, efectivamente fue el candidato más votado obteniendo el 36% de los sufragios válidamente emitidos, superando por estrecho margen al abanderado de derecha, el ex Presidente Jorge Alessandri (con 35,9%). El tercer candidato en carrera, Radomiro Tomic, abanderado del Partido Demócrata Cristiano (PDC) y que pertenecía al ala más cargada hacia la izquierda, se quedó con el tercer puesto, con el 28%. Lo anterior hizo que en aplicación de las reglas existentes, fuera el Congreso Pleno el que eligiera al presidente de entre los ciudadanos que hubieran obtenido las dos más altas mayorías.
Ahora bien, la Democracia Cristiana no estaba dispuesta a elegir a Jorge Alessandri, pero salvo su ala más izquierdista, existían serias aprensiones con Salvador Allende y el proyecto político de la Unidad Popular, pues abiertamente promovía la llamada revolución socialista. Las razones de esta desconfianza iban más allá de la realidad obvia, esto es, que no era el proyecto propio: se trataba de la validación de la vía armada y el desprecio de la legalidad vigente como mecanismo para instaurar la revolución socialista:
a) En 1967, el Partido Socialista de Chile, formación política en la que militaba Salvador Allende, había declarado que «la violencia revolucionaria es inevitable y legítima» para llegar al poder, adoptando formalmente esta postura: como organización marxista-leninista, abogó por la toma del poder como objetivo estratégico para instaurar un Estado Revolucionario que diera inicio a la construcción del socialismo, y más aún, precisó que la violencia revolucionaria era la única vía que conduce a la toma del poder político y económico; y finalmente, denunció las formas pacíficas o legales de lucha —como las elecciones— por no conducir por sí mismas al poder.
b) En 1969 los partidos que integraron originalmente la Unidad Popular aprobaron el documento llamado Programa Básico de la Unidad Popular, en donde expresamente se señaló que se buscaría una nueva Constitución Política, se crearía una organización única del Estado con una Asamblea del Pueblo como órgano superior de poder, un Tribunal Supremo (Judicial), cuyos componentes sean designados por la Asamblea del Pueblo sin otra limitación que la que emanen de la natural idoneidad de sus miembros, y que para hacer realidad la planificación de la educación y la escuela única, nacional y democrática, el Estado tomaría bajo su responsabilidad los establecimientos privados de educación, mientras que a los medios de comunicación se les debería imprimir una orientación educativa adoptando las medidas para que las organizaciones sociales dispongan de estos medios.
Finalmente la Democracia Cristiana terminó exigiendo un Pacto de Garantías Constitucionales a Salvador Allende y a los movimientos de la Unidad Popular: una reforma constitucional destinada a asegurar la vigencia del estado de derecho y del pluralismo político, la libertad de expresión, el derecho a reunión, el sistema nacional de educación, la inviolabilidad de la correspondencia, los derechos de los trabajadores y sus organizaciones sindicales, la libertad ambulatoria, la libertad de enseñanza y que la educación permaneciera independiente de toda orientación ideológica oficial, por nombras solo algunas. Solo una vez que Salvador Allende y su coalición se comprometieron a plasmar en una reforma constitucional y votaron en la Cámara de Diputados este estatuto, los Senadores y Diputados de la Democracia Cristiana concurrieron con sus votos en el Congreso Pleno para proclamar como Presidente de Chile para el periodo 1970-1976 a Salvador Allende. Este Pacto de Garantías Constitucionales, refuerza la idea de que la desconfianza con el proyecto de la Unidad Popular encarnado por Salvador Allende no era otra cosa que reconocer que era una amenaza para la “democracia”, como solía ocurrir en los regímenes totalitarios de inspiración marxista, según denunciaron los líderes del PDC.
Los temores fueron ampliamente confirmados durante el Gobierno de la Unidad, al punto tal que hacia los otros dos poderes del Estado terminaron por denunciar abiertamente las inconstitucionalidades del ejecutivo, que sistemáticamente abusó del poder para llevar a cabo sus propósitos, no solo desconociendo o torciendo la legalidad vigente y la Constitución, sino que más grave aún, vulnerando abiertamente los derechos y garantías de los gobernados y excediéndose en sus atribuciones hasta llegar al extremo de interferir con las facultades otorgadas por la nación al Congreso y a los Tribunales de Justicia:
a) El 22 de agosto de 1973, fue la Cámara de Diputados la que denunció abiertamente «Que es un hecho que el actual Gobierno de la República, desde sus inicios, se ha ido empeñando en conquistar el poder total, con el evidente propósito de someter a todas las personas al más estricto control económico y político por parte del Estado y lograr de ese modo la instauración de un sistema totalitario, absolutamente opuesto al sistema democrático representativo, que la Constitución estable», para junto a una serie de otras consideraciones, en especial una largo listado de vulneraciones a garantías constitucionales, hacer presente el grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República. Este acuerdo fue aprobado por 81 votos a favor y 47 en votos en contra, margen que en una democracia parlamentaria habría significa con certeza el colpaso del gobienro, ya sea por que convoque a elecciones anticipadas para intentar destrabar la situación política o porque pierde un voto de confianza impulsado desde la opisición. Pero Chile era entonces, y lo sigue siendo ahora, una sistema presidencialista.
b) El 23 de agosto de 1973, el pleno de la Corte Suprema envió una carta al presidente Allende en respuesta un oficio, indicando como punto de partida en la respuesta que «Este Tribunal quiere enterar a V.E. de que ha entendido su oficio como un intento de someter el libre criterio del Poder Judicial a las necesidades políticas del Gobierno, mediante la búsqueda de interpretaciones forzadas para los preceptos de la Constitución y de las leyes. Mientras el Poder Judicial no sea borrado como tal de la Carta Política jamás será abrogada su independencia», para luego responder latamente a las infundadas acusaciones formuladas por el mandatario que abiertamente apuntaban a neutralizar la independencia de los tribunales de justicia respecto del ejecutivo; los tribunales no eran respetados, se atropellaban las leyes y sus sentencias no se cumplían.
Que la llegada al poder por Salvador Allende y la Unidad Popular se haya adecuado a ciertos estándares de democracia electoral, no es una suerte de licencia para obrar contra la separación de poderes del Estado en una república, como tampoco lo es para desconocer el Estado de Derecho; mucho menos para argumentar que ambos son límites o trabas para gobernar y llevar adelante un programa de reformas radicales aún a costa de vulnerar derechos y garantías de los ciudadanos.
En este sentido después de la intervención militar o golpe de Estado que puso término al gobierno de la Unidad Popular encabezado por el presidente Salvador Allende, fueron varias los actores políticos y sociales chilenos, que no se pueden calificar de derechas y que serían oposición al Gobierno Militar, que hicieron hincapié en la pérdida de legitimidad de ejercicio del poder por parte del gobierno.
En septiembre de 1973, Patricio Aylwin, ex senador y presidente del Partido Demócrata Cristiano de Chile, realizó una conferencia de prensa con medios de prensa nacional e internacional. En esa oportunidad, no obstante la reafirmar el compromiso ante la opinión pública de que el partido estaba comprometido con la socialización de la propiedad y las ideas de izquierda en materia de planificación económica, afirmó que la intervención de las Fuerzas Armadas se debió a que «en Allende prevalecieron las tendencias totalitarias a las tendencias democráticas». En este sentido, respondiendo a una pregunta no duda en afirmar: «La propaganda del gobierno del Presidente Allende logró crear en el mundo una imagen de que realmente intentaba un camino democrático hacia al socialismo y era fiel a ese camino. Y la mayor parte de Uds. y de los compatriotas de Uds., sobretodo en Europa y aun en otros países de América Latina ignoraban el proceso creciente de totalitarismo que se estaba desarrollando en este país y la amenaza inminente de que la vía chilena, democrática de construcción del socialismo, fuera sustituida por un golpe, como el de Praga, pero respaldado por una gran fuerza armada que habría impuesto en Chile totalitario de típico corte stalinismo».
Asimismo, en una entrevista concedida el mismo mes de septiembre a Miguel de la Quadra-Salcedo, periodista español de TVE la cadena de televisión estatal española, el ex senador y por entonces presidente del Partido Demócrata Cristiano afirmaba que «Tal como lo hemos dicho en varias declaraciones, nuestra opinión es que la crisis económica, el intento de la Unidad Popular de acaparar el poder por cualquier medio, el caos moral y la destrucción institucional a que habían llevado el gobierno del señor Allende al país, provocaron un grado de desesperación y angustia colectivo en la mayoría de la población de los chilenos que precipitaron este pronunciamiento de las Fuerzas Armadas».
Por su parte, el ex Presidente de Chile Eduardo Frei Montalva y ex presidente del Senado de Chile, denunció abiertamente al Gobierno y a la Unidad Popular en una carta enviada a Mariano Rumor, presidente de la Unión Mundial Demócrata Cristiana, del 8 de noviembre de 1973. Entre otros puntos, en la misiva el ex mandatario señala que Salvador Allende y su coalición política, a pesar de ser una una minoría y sin reconocer este hecho, en vez de «buscar el consenso, trataron de manera implacable de imponer un modelo de sociedad inspirado claramente en el marxismo-leninismo. Para lograrlo, aplicaron torcidamente las leyes o las atropellaron abiertamente, desconociendo a los Tribunales de Justicia». Luego de una exposición minuciosa de una serie de hechos, el ex mandatario demócratacristiano explica categóricamente que «El fondo del problema es que este gobierno minoritario, presentándose como una vía legal y pacífica hacia el socialismo —que fue el slogan de su propaganda nacional y mundial— estaba absolutamente decidido a instaurar en el país una dictadura totalitaria y se estaban dando los pasos progresivos para llegar a esta situación, de tal manera que ya en el año 1973 no cabía duda de que estábamos viviendo un régimen absolutamente anormal y que eran pocos los pasos que quedaban por dar para instaurar en plenitud en Chile una dictadura totalitaria».
Más relevante aún, respecto a Salvador Allende y su papel en la crisis chilena, escribió que «El Presidente de la República declaraba respetar la ley, la Constitución y la democracia, pero todas sus declaraciones eran de inmediato contradichas por los hechos, ya que todos los compromisos fueron violados y todas las afirmaciones desmentidas posteriormente por sus actos». Y en este sentido, advierte claramente: «Los socialistas europeos, democráticos y pluralistas, se sienten obligados a respaldar un partido que proclamaba su desprecio a la legalidad y como objetivo la revolución armada y violenta».
En definitiva, alcanzar el poder por vías electorales, en elecciones libres y transparentes, no es suficiente para determinar si un gobierno es justo; mucho menos para evaluar si respeta los principios de una República y el Estado de Derecho. Lo mismo puede decirse de un acto administrativo de la autoridad e incluso de la legislación emanada del Congreso Nacional, o de cualquier otra asamblea que cumpla una función legislativa o administrativa al interior de la comunidad política. Esto por tanto implica que un gobierno, en especial uno democráticamente electo, debe constantemente ser sometido al escrutinio de los ciudadanos respecto a su compromiso tanto con la República como con el Estado de Derecho.
Así las cosas, el «primer marxista en llegar al poder por la vía democrática», como había destacado la prensa internacional en 1970, en especial la europea, fue denunciado por no respetar las reglas básicas del Estado de Derecho y la separación de poderes debido a su compromiso con la revolución socialista. Pero fue precisamente esta suerte de embelesamiento con el político marxista electo lo que contribuyó negativamente al encantamiento del público europeo con un militante socialista que al otro lado del Atlántico no se veía como marxista, no se percibía como los marxistas detrás del Telón de Acero.
En efecto, su trayectoria como parlamentario y ministro de estado, así como su sometimiento a las leyes electorales para llegar a la presidencia de Chile —esto es, la trayectoria democrática de Allende— impidieron que la opinión pública viera y en algunos casos aceptara el curso de colisión del proyecto de Salvador Allende y la Unidad Popular con el Estado de Derecho, la separación de poderes del Estado y el respeto a los derechos y libertades de las personas.
Si el análisis se detiene exclusivamente en la generación del poder, parece ser que el presidente Salvador Allende y su Gobierno cumplen con el estándar «democrático». Por el contrario, si vamos al fondo, desde antes del inicio del Gobierno de la Unidad Popular, queda en evidencia que no fue así.