«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.
Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.

Bakunas

7 de mayo de 2024

La Comisión Europea ha suspendido la comercialización de la «vacuna» COVID de AstraZeneca. La razón: puede causar trombosis. En casos poco frecuentes, cierto, pero mucho más de lo que aconseja la prudencia. Hace pocas semanas, Bloomberg informaba de que las vacunas COVID de Pfizer, Moderna y AstraZeneca aparecían claramente vinculadas con casos de desórdenes cardiovasculares, cerebrales y sanguíneos, según una investigación de la Global Vaccine Data Network. El estudio señalaba igualmente la poca frecuencia de los casos, pero, una vez más, el número de los efectos adversos registrados era lo suficientemente alto como para suspender la aplicación de las inoculaciones. Dicho de otro modo: todos los que en su momento manifestaron sus reservas sobre la aplicación indiscriminada de una terapia experimental tenían (teníamos) razón. La asociación de estas inoculaciones a casos de miocarditis y trombosis no era un «bulo», como repetían nuestras autoridades y sus medios vasallos, sino un hecho bien real. El poder —político, mediático, económico— nos ha engañado, y lo ha hecho a conciencia.

Probablemente sólo estamos viendo la punta del iceberg. Los casos de muertes súbitas en gente joven apenas sí se reportan. La mayoría de los medios callan. En España, en particular, el silencio mediático sobre este asunto es casi total. No es difícil sospechar las razones: hablamos de los mismos medios que durante la pandemia recibieron decenas de millones de euros para cubrir con un manto de falsedades el relato gubernamental. Ahora, cuando se va sabiendo la verdad, esos medios mantienen su silencio, quizá en espera de nuevas prebendas. La responsabilidad de los medios de comunicación, corporativamente hablando, es inmensa: han sido cómplices de una operación de control social que ha costado y seguirá costando un número imprevisible de vidas. También es gravísima, quizá todavía más, la responsabilidad de las instituciones médicas. Hemos visto a la Sociedad Española de Pediatría, por ejemplo, recomendando la «vacunación» a los menores cuando en otros países se desaconsejaba o directamente se prohibía. También hemos conocido cuánto dinero cobraban esas instituciones de las grandes empresas farmacéuticas y, en particular, de las productoras de las vacunas de ARNm. Y, sobre todo, es imperdonable el comportamiento de los gobiernos, que pronunciaban la palabra «ciencia» poniendo los ojos en blanco cuando sabían perfectamente que nos mentían. Pero ni esos medios, ni esas instituciones sanitarias ni esos gobiernos han pedido perdón.

En España, nuestro Gobierno ha tenido la desfachatez de escurrir el bulto. La vacunación fue voluntaria, nos dicen. Es mentira. Podrán decir que no fue obligatoria porque, en efecto, no se dictó ninguna orden que obligara a la gente a pincharse. Pero hubo sectores enteros que no tuvieron otra opción (entre las fuerzas de seguridad o el personal sanitario, por ejemplo), hubo otros muchos ciudadanos que no pudieron llevar una vida medianamente normal si no pasaban por el aro y, en fin, muchos millones de españoles acudieron al dispensario por la muy convincente razón de que las autoridades sanitarias lo imploraban con argumentos tan desgarradores como el de que, si no te pinchabas, podrías matar por contagio a tus abuelos. ¿Fue voluntaria la vacunación? Seguramente sí en muchos casos, pero el ambiente de coacción generalizada —todos lo recordamos— se hizo insoportable. Los que rehusamos pincharnos tuvimos que sufrir todo género de insultos, amenazas y descalificaciones. Los medios que optaron un examen sereno y racional del asunto, como El Toro TV, se vieron acosados por todas partes. El único partido que se atrevió a proponer la libertad de vacunación, que fue VOX, tuvo que afrontar críticas salvajes por parte de los mismos que hoy callan la verdad.

Hay una pregunta lacerante: ¿por qué nos hicieron esto? Los efectos adversos de las inoculaciones ARNm no eran un secreto. Sin embargo, en los pliegos de la contratación de estos productos aparecen —todos los vimos— numerosos párrafos tachados para impedir su conocimiento. En condiciones médicamente racionales, las vacunas se habrían reservado para los casos necesarios. Sin embargo, su inoculación se expandió como una suerte de deber civil, fuera cual fuere la condición del paciente. Incluso cuando ya se sabía —y fue bien pronto— que la vacunación no prevenía ni la enfermedad ni el contagio, se siguió predicando con carácter general. Y cuando se conocieron —también muy pronto— los casos de miocarditis entre la población joven vacunada, se silenciaron bajo la etiqueta de «bulos» para que la gente no dejara de pincharse. ¿Por qué?

Hemos asistido al siniestro espectáculo de una sociedad aterrorizada, empujada por el poder a inocularse masivamente un producto experimental bajo el estímulo y el aplauso de unos medios de comunicación reducidos al estatuto de peones de la gran maniobra. El episodio ha sido tan vergonzoso, tan bochornoso, tan humillante, que ahora casi todos prefieren mirar hacia otro lado, incluidos los ciudadanos que fueron víctimas del engaño. A nadie le gusta recordar el día que fue esclavo. Pero lo fuimos. Y el amo sigue enarbolando el látigo.

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