«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
la gaceta de la semana

De la «izquierda entrañable» que se manifiesta contra Rubiales a la pesadilla europea de los BRICS

Concentración en contra de Luis Rubiales. Europa Press
Concentración en contra de Luis Rubiales. Europa Press

Nunca un beso se hizo tan largo. Como si los labios de Jenni y Luis Manuel siguieran unidos, celebrando la victoria o dilucidando si hay o no consentimiento, el interés nacional ha recalado, toda la semana, en el beso. Y no es que la nación se haya entregado al erotismo, como hacen los vecinos galos. Aquí, señoras y señores, lo que nos pone es la política, pero no la del mete y saca, sino la destrempante del neofeminismo represor; la chichicracia, en feliz sustantivo de Arcadi Espada. Aunque todo acaba cansando y, conforme se desinfla la indignación y las palabras gruesas, el tedio asoma entre la polvareda catequista. Han sido muchas jornadas de fervor militante, de echar toda la madera a la máquina come cocos, o fábrica del fango, si prefieren. La política, tal y como está planteada hoy (emergencias machistas, climáticas, fascistas) agota. Uno llega a imaginar ese día en que el interés del personal quiera reposar de la matraca. Será el más feliz, o al menos el más lujosamente normal, de sus vidas. De todos modos, no nos hagamos muchas ilusiones. El episodio Rubiales es sólo uno más de un delirio mundial que busca la destrucción de las sociedades libres, del ciudadano libre, aquel al que, por comparación al rebaño, no le invade el temor a pensar, decir o escribir cualquier cosa. O a permanecer en silencio ante el griterío cual Rafael Nadal, incordiado estos días por los meapilas. Si la mejor aportación del liberalismo sería el derecho a que a uno le dejen en paz, el liberalismo ha muerto. 

La izquierda entrañable. En el universo asociativo, sindical y pandillero, hay un nuevo club de electrizante nombre: Libres y Combativas. Es una plataforma feminista creada por el Sindicato de Estudiantes, cantera de los profesionales más competentes del país, e Izquierda Revolucionaria, donde se citan las mejores mentes del amojamado marxismo-leninismo. Toda esa exquisita élite intelectual convocó, el pasado viernes, manifestaciones contra Luis Rubiales. Y como lo que más le gusta es jugar a la conspiración, han declarado que «desde muchos ámbitos, incluido el PSOE, se quiere cerrar esta crisis en falso, para seguir manteniendo una estructura en el fútbol que reparte millones entre grandes empresarios, comisionistas y jugadores, y que sigue perpetuando las firmas [sic] más violentas del machismo». Este entrañable sintagma le debe todo a la tradición combativa y a la pureza ideológica. Y como la lucha continúa, hasta la victoria siempre, comandante, hay que parir proclamas, no caiga la peña en el desánimo. Si una cosa (pico, deporte, machismo) no pega ni con cola con la otra (lucha de clases), me pongo creativa y me quedo tan ancha: «No hay que ser una experta en el deporte profesional para darse cuenta de que es una charca putrefacta de abusos y violencia contra la mujer, que es permitido por todos los Gobiernos del mundo. Y si esta vez no han conseguido meter esta agresión debajo de la alfombra es porque la fuerza del movimiento feminista, convertido en un cauce formidable de la lucha de clases, no lo ha permitido».

Las encantadoras minorías. No se depriman por las groseras políticas de una izquierda que dice defender intereses de las minorías. De esas que le interesan a ella, las susceptibles de ser arrendadas e instrumentalizadas un tiempo. Hay otras: molestas, anacrónicas e inservibles a la causa. Instaladas todavía en la belleza. Por ejemplo, los fumadores de cigarros puros, las mujeres que no se dejan tutelar por la Gran Hermana, los hombres agarrados a la última masculinidad o los lectores de Chesterton y Wodehouse. O, también, el siete y pico por ciento de parisinos que han sacado definitivamente de sus calles a los malditos patinetes eléctricos. Esa es la cifra mágica que, mediante votación popular celebrada el pasado abril, decidió prohibir el diabólico transporte urbano en la ciudad de la luz. Los barceloneses no enemigos de su urbe nos ilusionamos un poco al enterarnos de cosas así y, sin remedio, comenzamos a imaginar que sucedieran aquí. Una vuelta a los tiempos en que el peatón, elemento más frágil de cuantos pululan, podía caminar por las aceras con tranquilidad, sin riesgo a ser atropellado por un patinete o una bicicleta. No parece probable, el alcalde elegido fue mano derecha de bulldozer Colau, la política más devastadora que haya padecido la Ciudad Condal (con permiso de Lluis Companys).  

Eppur si muove. Parece que la ciencia se revuelve contra la palabrería y el oscurantismo de quienes dicen representarla. Toda esa abultada banda de bufones comprados con dinero de opacas fundaciones y lobbies, ajenos todos a la democracia y sus mecanismos de control (sin haber sido elegidos por nadie, influyen significativamente en la marcha de la política mundial y, claro está, local). Pero hay esperanza en la llamada sociedad del conocimiento, término que causa risa nerviosa y temblores fríos, dado el ambiente de populista ignorancia en que se halla sumida. El Grupo de Inteligencia Climática Global (CLINTEL) ha declarado que «no hay ninguna emergencia climática«. En un papel publicado, afirma: «La ciencia del clima debería ser menos política, mientras que las políticas climáticas deberían ser más científicas. Los científicos deberían abordar abiertamente las incertidumbres y exageraciones en sus predicciones sobre el calentamiento global, mientras que los políticos deberían contar desapasionadamente los costos reales, así como los beneficios imaginarios de sus medidas políticas». Es improbable que los grandes medios se hagan eco de esto. Digamos que va contra un poderoso e interesado relato. No está en juego el futuro del planeta, pero sí el de la libertad.

Pesadilla europea. Los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica) se aprovechan de la Unión Europea, que sigue con síntomas de haberse convertido en una unión de imbéciles con tendencias suicidas. U homicidas, pues no serán ellos, los burócratas y sus amos, quienes primero perecerán, sino la adelgazada clase media, huérfana de buenos, viejos valores. Por si no fuera poco el empeño de Bruselas en asolar la moral, hundir la agricultura, talar millones de árboles para instalar molinos y obligarnos a comprar inservibles coches eléctricos (vaya en bici o mejor quédese en casa comiendo insectos), nos ha salido nuevo enemigo. Esas potencias a la sombra de China, su principal valedor, se han percatado del harakiri europeo. El viejo continente ha decidido morir de hambre, pena y frío por la salvación de la Tierra, una cosa heroica si no fuera tan estúpida, mientras los BRICS, alegremente contaminantes, se frotan las manos. 

Cuando España educaba a sus hijos. Escribe Miquel Giménez un nostálgico recuerdo de aquellos tiempos en que íbamos a la escuela y resulta que aprendíamos matemáticas, geografía, historia, francés, latín, griego, química, física, lengua española «y otras disciplinas que para sí quisieran hoy muchos universitarios». Y no sólo eso, sino también «respeto a la autoridad, culto al trabajo y deseo de mejorar», elementos que, normalmente, se inculcaban en casa. De todo aquello, quedamos una generación en declive. Observadora de un fenómeno terrible: de las facultades de letras (disculpen lo anticuado del término) salen iletrados; de los buenos colegios (sobre todo privados y muy caros), las futuras élites. Desde el fin del franquismo, los sucesivos gobiernos han logrado algo en apariencia difícil: depauperar la educación pública mientras el país escalaba índices de riqueza nunca conocidos. Bravo por todos ellos y, en especial, sus ministros de educación.  

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